
POR JOSE ANTONIO RAMOS RUBIO, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)

El día 2 de enero de 1972, el capellán de entonces don Emilio Mateos Alvarado presentó a la priora sor María del Rosario de Jesús Redondo Duchel al maestro de obras Juan Barrado, muy conocido del capellán, y vecino de Huertas de Ánimas, quien contaba con un cantero y grupo de obreros.
Se decidió entonces comenzar la obra de restauración del templo dando comienzo a la misma el día 10 de ese mes y año. El arquitecto fue don Miguel López-Pedraza y Munera.
Si reparamos en la inscripción que había en uno de los medallones del templo, éste no se había pintado desde el año 1916. La iglesia era de piedra de mampostería y en ese año se la encaló y pintó en colores rosa y gris.
La relación de sor Rosario, testigo de visu, nos deja el testimonio de cómo estaba la iglesia para después poder contrastar cómo quedó. En el presbiterio había un retablo de madera carente de todo valor y en centro estaba el camarín de Nuestra Señora del Mayor Dolor, atribuido a la escuela de Gregorio Fernández. En dicho retablo, en dos hornacinas a los laterales del camarín estaban imágenes de nuestro padre santo Domingo y de san Vicente Ferrer. La del santo Domingo, una vez restaurada y desaparecido el retablo, fue colocada en la capilla, que lleva en el altar y parte superior labrado en cantería, la inscripción del enterramiento del capitán Martín de Meneses. Hoy está sobre una columna en el coro bajo. La imagen de san Vicente Ferrer se encuentra en el coro alto. En la parte superior del retablo había otra imagen, ésta del arcángel san Miguel, patrono del monasterio. En una ocasión visitó el monasterio el padre José Manuel Aguilar y tanto le gustó la talla que fue restaurada a su costa. Hoy está en el coro alto del monasterio. La mesa de altar, que estaba adosada al retablo, se quitó y se puso otra apropiada a los cambios litúrgicos traídos por el Vaticano II.
Desaparecido el retablo y el camarín de la Virgen que estaba en su centro y se incrustaba en el muro, el ancho y alto muro central del presbiterio quedó presidido por un gran Crucificado llamado de “la buena muerte”. Esta imagen, con una cruz más pequeña que la actual, se encontraba entonces en la capilla al lado del púlpito (hoy desaparecido) y que actualmente es la capilla de Nuestra Señora de Fátima.
En cuanto a imágenes que siguen en la iglesia se puede apreciar un San José, que según la tradición más o menos informada, se dice que es de la escuela de Mena. La Virgen del Rosario de Fátima y San Martín de Porres iban en otros altares de las distintas capillas. Otras varias imágenes que ocupaban distintos altares se recogieron al interior de la clausura. Los cuadros de grandes dimensiones, uno de santa Catalina de Alejandría y otro de santa Cecilia estaban en el presbiterio, y después de la reforma de la iglesia se colocaron en las dos primeras capillas, a izquierda y derecha, más cercanas al presbiterio, donde hoy están.
El cuadro de grandes dimensiones de la Anunciación, que pende de la reja del coro alto y descansa en el marco de cantería que ribetea la reja del coro bajo, y los dos anteriores (de santa Cecilia y santa Catalina) proceden del convento de la Encarnación, de frailes dominicos, expulsado en 1835. Tan pronto como fue posible las monjas gestionaron su adquisición y al final pudieron salvarse.
La restauración de la iglesia supuso un sacrificio económico que a duras penas pudieron soportar las monjas. Hubo que recurrir a todos los medios lícitos y solicitar ayudas fuera y dentro de Trujillo.
La capilla de Nuestra Señora de la Encarnación, con su imagen procedente de los dominicos y que ahora se conserva en clausura, fue costeada por don Miguel Granda Torres, conde de los Campos de Orellana, y su esposa. Cuando estaban en su finca gustaban venir los domingos y días festivos a nuestra iglesia y participar los cultos que se celebraban con gran solemnidad. Esta capilla quedó restaurada a piedra vista. Se quitó el altar de madera de mala calidad que tenía y se descubrió detrás de éste el que ahora se puede apreciar, todo de cantería y con la inscripción que tiene la parte superior y en la que se lee: ”ESTA CAPILLA Y ENTERRAMIENTO ES DE DON FRANCISCO DE LA CUEVA ALTAMIRANO, SACERDOTE, ES ALTAR PRIVILIGIADO PERPETUO, SÁQUESE ANIMA DEL PURGATORIO CON UNA MISA. AÑO 1674”.
A este altar sólo se le hicieron unos retoques a la cantería, pues la inscripción se conservaba en su pintura primitiva. El conde regaló la imagen que hay de la Virgen del Carmen con el deseo expreso de que se le diera culto. Antes de hacer la donación esta imagen la conservaba su propietario en una finca suya en el término de Mérida. La mandó restaurar a un taller de Sevilla e inmediatamente la trajo al convento.
Terminada la restauración de esta capilla, se continuó por el presbiterio. No había dinero para ello y entonces hubo que echar mano de parte del patrimonio artístico. Se pidió permiso al Obispado y se pudieron vender algunos objetos de valor tasados antes por expertos. El sacerdote don Alonso Martín Sanz, amigo de la comunidad, llevó a Madrid dos candelabros de plata del siglo XVI y otros dos también de plata del XVIII para que el Marqués de Lozoya los valorase. Fueron vendidos por 250.000 pesetas. Otros candeleros de metal dorado se vendieron en 40.000 pesetas; un cuadro de San Juan de Dios que representaba su apoteosis o subida al cielo en 15.000, una lámpara de cristal que colgaba de en medio de la bóveda de la Iglesia, y que ya desdecía de cómo iba quedando el templo, se vendió en 10.000 pesetas.
El púlpito su trasladado de su lugar original, a la derecha de la entrada de la iglesia, al presbiterio. En él se puede apreciar perfectamente un hermoso escudo de la Orden adornado con el Rosario. El mismo cantero se encargó de hacer las ménsulas o credencias del presbiterio, como también las que sirven de peana a varias imágenes expuestas en la iglesia.
La mesa de altar, toda de piedra de auténtica cantería como puede apreciarse, fue regalada por el ya citado capellán D. Emilio Mateos, siendo su coste de 18.000 pesetas.
En la primera fase se había concluido todo el presbiterio, incluida la escalinata de acceso al mismo y la bóveda, que se había dejado en ladrillo visto.
Vino después una fase de espera y esperanza, pues los fondos se habían terminado. Transcurridos unos meses se obtuvieron dos subvenciones oficiales; una de 100.000 pesetas del Ministerio de la Vivienda y otras 100.000 de parte del Ministerio de Justicia. Con esa cantidad se reanudó la obra picando las paredes y la bóveda del templo y dejándolas todas a piedra vista y ladrillo visto, a la vez que se iba poniendo el zócalo de cantería. Y se volvió a parar la obra, ahora durante un año, porque se acabaron las pesetas.
“A Dios rogando y con el mazo dando”, las monjas consiguieron otras 200.000 pesetas de los Ministerios arriba indicados, y con ellas se hizo una sacristía exterior abriendo puerta para la Iglesia donde hasta entonces había estado el altar de San José, y un torno de comunicación entre la clausura y la sacristía.
También se hizo de nueva planta la sacristía interior unida a la exterior, con armarios adecuados para la colocación y conservación de las ropas litúrgicas y vasos sagrados.
Después de otro parón, se abrió el muro que separa la iglesia del coro bajo; éste tenía una doble reja pequeña con cuadritos pequeños dificultando enormemente ver el altar de la iglesia y poder seguir la santa Misa y cualquier otr4a función religiosa. En este mismo muro estaba el confesionario par oír las confesiones de las monjas.
La demolición del muro era obra delicada y se solicitó la presencia del aparejador del ayuntamiento, a la sazón don Germán Petisco, quien actuó gratuitamente durante la apertura y el tiempo que duró la operación. Pero la obra quedó bien, tal como está, y el coro bajo pudo desde entonces hacer el estupendo servicio litúrgico que ahora hace.
Dice la madre Sagrario: “No quiero dejar pasar por alto el mal rato que en este derrumbamiento [del muro] sufrieron el maestro [de obras] como el aparejador y asimismo la Priora mencionada más arriba, viendo que la bóveda de cañón del coro bajo, que descansa en dicho muro… se abría en dos brechas, las que ahí están visibles, aunque ya cerradas, no obstante, de lo apuntalado que lo tenían los obreros«.
Observando la M. Priora que los rostros de estos dos señores se mudaron en pálidos y sorprendidos de espanto por el peligro inminente que corría la bóveda, se marchó rápidamente a la sala de labor donde trabajaba la Comunidad y dijo a la misma: “vamos a rezar de rodillas una parte del Rosario a la Stma. Virgen porque la bóveda corre gran peligre de caerse”.
Las aberturas de la bóveda se pararon, y tanto el maestro de obras como el aparejador, y desde luego las monjas, lo achacaron al efecto de la oración.
Las aberturas de la bóveda se pararon, y tanto el maestro de obras como el aparejador, y desde luego las monjas, lo achacaron al efecto de la oración. Se pusieron dos viguetas grandes de hierro que rellenaron de hormigón a todo lo largo y ancho, dejándolo sujeto con maderas y puntales durante todo un mes hasta que el hormigón secara y pudiera continuarse la colocación de la nueva reja. Con esta amplia y cómoda reja, cuyo importe se elevó a 34.000 pesetas, la comunidad se ajustó a las directrices del Concilio Vaticano II en ese sentido.
Como puede apreciarse, la reja lleva en medio una puerta de acceso que comunica el coro con la iglesia. También se aprovechó para hacer un confesionario, dentro del muro, sin que las religiosas tuvieran que salir del coro ni el sacerdote entrar en clausura.
Otro de los bienhechores de la comunidad fue el sacerdote don Félix Álvarez Santero, quien fue capellán del convento en dos ocasiones. Tenía una casa en la plaza mayor de Trujillo, y al fallecer testó esa casa a favor de las monjas. El arcipreste de zona la ocupaba cuando de vez en cuando venía a Trujillo y en ella recibía a los sacerdotes del arciprestazgo. Este sacerdote, don Manuel Chamorro Cercas, durante más de medio siglo párroco de Madroñera, viendo las obras de la iglesia y la escasez de fondos, movido de su buena voluntad propuso a la priora madre Rosario Redondo vender la casa de don Félix, propiedad de las monjas con el fin de continuar las obras. Así se hizo, invirtiendo las 400.000 pesetas de la venta de la casa en continuar las obras, paradas desde hacía tiempo a causa de la falta de dinero. Se continuó picando todo el lucido de las paredes del cuerpo de la Iglesia dejándolas a piedra vista, de mampostería no muy buena, aunque la reforma mejoró notablemente el templo, y se igualó la bóveda.
En el pavimento del templo se excavó hasta 30 centímetros extrayendo entre la abundante tierra quitada la baldosa o pizarra negra que tenía muy deteriorada, y apareciendo una masa general de restos humanos en todo el subsuelo del templo, pues como es sabido, las iglesias servían antiguamente también de cementerio para las religiosas como para otras personas. A finales del siglo XIX se hizo un cementerio para la comunidad en un trozo de la huerta.
Después de limpiarlos, los restos mortales aparecidos en el subsuelo de la nave de la iglesia se colocaron en cuatro cajas de madera mandadas hacer para tan religioso y piadoso fin, y se depositaron en la cripta que había aparecido en el centro del presbiterio, antes de colocar el altar actual. La cripta medía cuatro metros por tres de ancho y dos de altura. Después de rezar un responso la cripta se cerró con una bóveda firme. El pavimento de la iglesia se puso todo de baldosas “gres”.
En la capilla donde estaba hasta esos años la Virgen de Fátima se colocó otra caja con restos mortales, que hasta entonces había estado en el altar de madera. Este enterramiento se cerró con piedra de cantería y está señalado actualmente con dos argollas de hierro.
Hay que advertir que toda la nave de la iglesia rezumaba humedad y subía por las paredes hasta 2 metros de altura; para quitar esta humedad hubo que hacer obras casi de “ingeniería”. La excavación en el suelo, de 30 ctms. de profundidad se rellenó primero con una capa de hormigón; por encima pusieron otra de rollos e hicieron un canal en medio del pavimento para recoger el agua que rezumaba y canalizarla, en pendiente, hasta hacerla caer en el aljibe que hay en el coro bajo, y que se tapó con una piedra de cantería y argolla de hierro, por si es necesario destaparlo alguna vez. Este aljibe (o pozo, como se conocía) está debajo de la sillería del coro bajo, en el lateral derecho, próximo a la reja.
El suelo de la iglesia se terminó colocando otra capa de hormigón hasta nivelarlo a ras del primer peldaño de la grada de acceso al presbiterio. Antes de comenzar la obra se subí al presbiterio a través de una escalera de cinco peldaños, de 2 metros de ancho. Los laterales estaban a la altura aproximadamente de un metro, y por encima de esto había una balaustrada de hierro que bajaba por la escalera hasta el último peldaño que terminaba en el suelo. Todo eso desapareció y en su lugar se puso la amplia escalera de cuatro peldaños, en granito, de esquina a esquina como puede verse hoy.
Terminado todo esto, que incluía lo de las sacristías, como queda dicho, se terminó el dinero y hubo que esperar otro golpe de suerte. El benefactor fue otra vez el conde de los Campos de Orellana, el ya mencionado don Miguel Granda, bienhechor de la comunidad y quien aportó 300.000 pesetas para continuación de la obra. Una contrariedad vino a nublar la alegría y fue la jubilación del maestro de la obra, quien se lo comunicó personalmente a la madre priora, que seguía siendo sor Rosario Redondo. Ésta, empeñada en terminar la obra comenzada, recurrió a don Alejandro Barrera Gillez, propietario de una empresa más fuerte que la anterior y a la que había que pagar todos los sábados.
La priora y el señor Barrera llegaron al acuerdo de continuar la obra y de que las monjas irían pagando cuando fueran pudiendo.
La priora y el señor Barrera llegaron al acuerdo de continuar la obra y de que las monjas irían pagando cuando fueran pudiendo. El señor Barrera, no obstante, pidió un adelanto y la priora le dio las 300.000 pesetas recibidas del conde.
El nuevo contratista visitó las obras en compañía de su hijo Ernesto, les gustó mucho a ambos lo ya hecho y prometieron seguir el mismo método hasta finalizar la obra, la cual se reanudó a los pocos días. En honor a la verdad don Alejandro Barrera se comportó en todo momento como un auténtico caballero.
Por entonces le llegó a la madre Rosario el final de su priorato, que se había alargado durante cuatro trienios consecutivos, y para sucederla fue elegida la madre Corazón de María de la Riva Miera, santanderina de nacimiento pero criada en Extremadura.
Reemprendida la obra con el nuevo maestro, la recién Priora pidió a su antecesora que les orientara a ella y al señor Barrera lo que tenía que seguir haciéndose en las obras. Lo primero fue la excavación del piso del coro bajo para sanearlo y dejarlo en iguales condiciones que se había hecho con el piso de la iglesia. Pero la obra no avanzaba al ritmo deseado por las monjas, y un día se decidieron a dar un escarmiento a los obreros. Escribe la Madre Rosario: “Viendo las monjas que los días pasaban y cómo aumentaba el gasto, un sábado que los albañiles no vinieron cogieron las herramientas, se pusieron a picar todo el coro, lo dejaron a la altura que los obreros tenían marcada, y sacaron la tierra fuera. O sea, que un día, las monjas hicieron la tarea de una semana de los obreros. Cuando la madre Priora vio lo que se había hecho, se asustó y llamó al maestro de obra para pedirle su parecer. El hombre no se lo creía, y dijo: “buena lección les habéis dado, no creo la olviden mientras estén aquí”.
Como toda la iglesia había quedado a piedra vista y ladrillo visto, convenía que cayese toda la arenilla que no hubiese quedado sujeta en la bóveda y los muros. Para tan fin se montó un tanque de agua en la calle, a la puerta de la iglesia, y con una manguera gruesa se lavó repetidas veces bóveda y paredes con las puertas abiertas para que corriera el agua a la calle, hasta quedarlo en perfecto estado . Los altares de cantería fueron igualmente limpiados con agua fuerte rebajada sin que por ello sufrieran menoscabo la pintura de las inscripciones.
Se colocaron las ménsulas en sus respectivos sitios para poner sobre ellas las imágenes de: Nuestra Señora de Fátima, de San Miguel, de San José, y de San Martín de Porres. Más tarde, se procedió a quitar el cancel de madera que había y se colocó uno nuevo , más acorde con toda la restauración del templo.
Finalmente, se colocó el nuevo pavimento del templo y del coro bajo con baldosas “gres”. Se cambiaron puertas viejas por otras nuevas, pero se respetaron la de entrada a la iglesia y a la clausura por ser antiguas y estar en muy buen estado.
A las monjas correspondió lavar los veintiocho bancos de la iglesia, con agua de sosa rebajada, para quitarles las capas de pintura que tenían y dejarlos en su madera original; después se les trató con carbonileum y cera finalmente se les sacó el brillo. Parecida operación sufrieron el confesionario de los fieles y la celosía del coro alto. Fue un trabajo duro para las monjas, pero éstas estaban demasiado ilusionadas con la terminación de las obras como lamentarse del esfuerzo.
Los gastos de carpintería y pintura ascendieron a 500.000 pesetas. Todos los utensilios y apliques de herrería que adornan la iglesia fueron diseñados y costeados por la comunidad y hechos por el herrero de las obras.
El nuevo sagrario fue un regalo de fray Enrique Durán y don Fidel Pache, bienhechores de la comunidad.
La nueva instalación eléctrica corrió a cargo del maestro electricista Alonso Lázaro, importando finalmente 80.000 pesetas.
Las obras de restauración duraron cinco largo años, durante los cuales fue necesario cerrar la iglesia. Durante ese tiempo la comunidad celebró los actos litúrgicos en el salón llamado de la Biblioteca.
Terminado y rematado todo, el templo volvía a abrirse al culto el Domingo de Ramos, 3 de abril de 1977. La ceremonia fue muy emotiva; toda la comunidad, formada procesionalmente, acompañó al Santísimo Sacramento, llevado por el capellán don Emilio Mateos, para colocarlo en la iglesia.
No hay duda, como lo recuerdan todavía bastantes de la religiosas del monasterio, que la emoción saltaba a los ojos y que en las caras se manifestaba la enorme de alegría que suponía el esfuerzo y abnegación de años.
Las monjas no se cansaban de dar gracias a Dios, a su Bienaventurada Madre y a santo Domingo, sin olvidarse de tantos bienhechores como habían colaborado en las obras.
Terminada la restauración de la Iglesia y abierta al culto, hubo que seguir haciendo frente a la deuda contraída con el contratista, señor Barrera, quien poco a poco fue recibiendo el capital que él había adelantado.
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