POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (CANARIAS)
Llegan un año más las fiestas mayores del pueblo de San Lorenzo y, con él, de todo el municipio de Las Palmas de Gran Canaria, y sólo en su aroma de celebración grande, señera, llena de una historia de siglos, en el destello de sus fuegos artificiales, en la clara noche estival agosteña, que son chisporroteos de las inquietudes vibrantes, de las ilusiones más contagiosas, de las esperanzas que su vecindario siempre han sabido compartir, se percibe que estamos en un momento y en un lugar casi mágicos, aunque muy humanos, donde la fiesta crea verdaderos espacios nuevos para el encuentro, la convivencia y el entendimiento ciudadano.
Un lugar sugerente que atrapa a propios y a foráneos, como le ocurrió a un anónimo viajero que, en un libro de viajes de mitad del siglo XIX, apuntaba una breve y atractiva, hoy diríamos casi periodística, descripción de San Lorenzo y su entorno al señalar como la «…población yace en un profundo valle rodeado de grandes montañas. En las montañas del Norte está un camino que va a dar a Teror, este es muy angosto y algo peligroso, pasase por San José del Álamo; aquí se encuentra una Ermita dedicada a dicho Santo la mayor parte arruinada. En medio de la Iglesia (como está destechada) ha nacido un gran álamo y de aquí la denominación de San José de Álamo…».
A ello añade algo fundamental para que se entienda la preeminencia que en su término municipal tenía desde antiguo este lugar de San Lorenzo o de «el Lugarejo», al señalar, sin entrar a valorar la exactitud de las cifras, sino el espíritu de lo que se relata, como «…compónese su jurisdicción de 5.000 personas repartidas en los siguientes pagos: Tenoya, Tamarazayte, Toscón, Dragonal, Lauretal y Colmenar…». Y es que San Lorenzo, que aparece, de forma clara y abundante, en muy diversos documentos oficiales y particulares, de los primeros siglos de historia de la isla, con el nombre del Lugarejo, y con el de San Lorenzo desde la mitad del siglo XVII, donde se manifiesta ya la importancia y trascendencia que se le daba a este Lugar –dicho con mayúscula-, tampoco escapó a la presencia, muchas veces inadvertida, de caminantes y viajeros curiosos, que no dejaron de proclamarle su pasión y afecto.
Ahora, agosto en Gran Canaria, en el municipio capitalino, tiene una cita ineludible con su historia, con sus tradiciones, con su idiosincrasia, en este hermoso valle y pueblo de San Lorenzo, amparado de altas y sugerentes montañas, donde se percibe, al calor de sus celebraciones, a una isla hecha lazo de amistad, melodía y letra en la paz de mil palmas, prendidas en la llama de la historia. Y ante ello, ante ese ambiente envolvente, en el que el alma echa raíces, aunque se venga desde muy lejos, no hay manera de evitar que el corazón henchido y agradecido haga su proclama por San Lorenzo y sus Fiestas. Una proclama que es, en su más sentida expresión, y como señala la acepción 5ª de esta palabra en el DRAE, «dar señales inequívocas de un afecto, de una pasión…», una pasión y un afecto por toda la hospitalidad, afecto y amistad que sus gentes, siglo tras siglo han sabido derrochar a cuantos comparten sus Fiestas en honor de San Lorenzo en el mismo centro álgido del estío insular.
Una pasión y unos afectos que proclaman que, si esta isla es un sentir salinero, que con l a aurora le llega de la mar, por San Lorenzo brillan piropos de luceros y de tintineantes estrellitas, entre serenatas de flores y pinares, con aroma de brisa temprana, que los cielos alumbran la noche en que sonora proclama lanza un volcán de oníricos artificios, donde los fuegos se hacen fiesta atlántica. Proclama de afectos en la noche estival del ser y sentir isleño. Noche de fuegos y de plegarias, cuando la luna resplandece y corona tus montes; noche de guitarras y timples, que susurran muy quedos en la delicada brisa atlántica, voces de siglos que reiteran la presencia señera y galana de un pueblo con alma de fiesta. Un pueblo y unas Fiestas que este año se han pregonado en la voz clara y afectuosa de la teniente de alcalde capitalina Inmaculada Medina; un pregón entrañable, cercano al sentir de sus gentes y al carácter de estas fiestas.
Una proclama que el redactor del periódico grancanario El País, en agosto de 1867, hacía en su primigenia crónica periodística de estas fiestas, al recordar como «…después de quemarse los fuegos artificiales (…) se convirtió la plaza en un completo jolgorio donde quiera se improvisaban bailes y las parrandas y jaleos…», y señala el anónimo cronista como «…entre varios cantares que oí, al son de destempladas bandurrias, llamaron mi atención los siguientes, tanto por el concepto que encierran como por la corrección del lenguaje…», y recoge unas graciosas estrofas que cantaban: «Alza la voz un poquito,/ que me da gusto en uyirte:,/ pareces ángel del cielo/ que á solo cantar veniste», al tiempo que rememoraba como «…los festejos estuvieron concurridos y animados, y los fuegos artificiales, obra del pirotécnico D. Pedro Rodríguez, fueron bastante aplaudidos. En los ejercicios piadosos de la víspera, lo mismo que en la solemne función del día del patrono, predicó el Sr. Chantre de esta Catedral D. Antonio María Botella…».
Proclama de pasión y afectos de unos días grandes de agosto; días en que los fuegos de San Lorenzo serán santo y seña de toda la Gran Canaria, horas en que la convivencia y hasta la «conbebencia» alegre y participativa de vecinos y foráneos harán de su plaza y de sus calles un verdadero hogar isleño, momentos cuyas imágenes y estampas pervivirán en nuestra alma como parte del ser y sentir grancanario. Por eso San Lorenzo, sus Fiestas Mayores, son, por si mismas, una auténtica proclama de pasión y afecto hacia una historia ineludible, hacia una identidad que no se desmorona, hacia la gente que allí celebra la vida.