POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Una vez, mi maestra de fotografía María Manzanera, que ya se nos ha ido, me pidió un prólogo para uno de sus magníficos libros. Os lo comparto aquí, como sencillo homenaje a una murciana de dinamita ilustre, tan grande como sencilla, inmensa coleccionista y, por encima de todo, auténtica. Esto escribía entonces. Y esto suscribo hoy. Vaya en tu memoria, María!
En busca de la realidad perdida
Resulta evidente el gran valor histórico de las doscientas sesenta fotografías que realizara en la Región el francés Charles Alberty, conocido con el sobrenombre de ‘Loty’, y de forma especial el medio centenar que documentan la Catedral murciana en otros tantos rincones. Como también es evidente la trascendencia que ha tenido para la historia regional el trabajo desarrollado por otros autores de la talla de Laurent, quien reflejaría la ciudad de forma esplendida en 1872 y 1879, Levy y Terris, a los que se suma la nómina de fotógrafos de la tierra, entre ellos José Casaú, Pedro Menchón y Cristóbal Belda.
Un nombre para la historia fue el murciano Luis Guirao Girada, quien entre otros cargos políticos, fue diputado en las Cortes hasta cuatro veces entre 1889 y 1907. Durante aquellos años conoció los avances en fotografía, hasta enamorarse de este arte y convertirse en un gran especialista, por ejemplo, en la fotografía estereoscópica, aquella que permitía contemplar una instantánea en relieve. Además de ser miembro fundador de la Real Sociedad Fotográfica de Madrid. A Luis Guirao le debemos espléndidos documentos gráficos sobre la Murcia que vivió, su huerta y sus costumbres.
A las fiestas y gentes risueñas que inmortalizó Guirao se suma la producción de Juan Almagro, otro murciano que sería galardonado en la Exposición Universal de Viena en 1878. Pero en este caso también añadiría a su catálogo terribles fotografías tras la riada de Santa Teresa, hoy documentos de valor incalculable. Esa fue su aportación, fotografía a fotografía, al patrimonio común de esta tierra.
Por no añadir a la lista otros ilustres nombres de fotoperiodistas que durante décadas plasmarían la rutina, tantas veces convertida también en memorable, de la antigua ciudad.
A ellos se suma desde hace años el trabajo de María Manzanera, a quien tuve el inmenso honor de disfrutar como profesora hace muchos años y cuyas enseñanzas aún hoy pongo en práctica cada vez que me practico el hermoso arte de la fotografía.
Sin embargo, existe una diferencia con cuantos la precedieron: la autora disfruta en vida del prestigio y reconocimiento que la mayoría de aquellos primeros maestros no tuvieron en Murcia, unas veces por desconocimiento del pueblo y otras por la extendida incultura.
El mérito de María Manzanera, por tanto, es doble. En la era de la imagen y el culto a la inmediatez, su obra ha logrado encontrar, por la evidente maestría, elegancia y oportunidad que la iluminan, un destacado hueco ya no solo en la sociedad murciana sino en otras latitudes.
Este libro, como ya hiciera en los anteriores, en todos los casos aclamados por el público y ensalzados por los académicos, nos ofrece una visión distinta y vibrante de nuestra amada Murcia, una ciudad que se enciende en fachadas tostadas de sol, como cantara el poeta Jorge Guillén, para oscurecerse bajo la increíble luz de la luna que, a unos cuantos cientos de metros se recorta todavía entre las últimas palmeras de la huerta.
Recorrer las páginas del libro es recorrer Murcia, acercarse a la urbe centenaria cuyos ecos históricos reverberan en tantas esquinas. Pero también implica mantener el pulso de la curiosidad que plantea la autora para el descubrimiento del detalle, de esa porción de realidad que, pese a lo evidente y a las muchas veces que ha surcado las retinas, se nos desvela novedosa y única, fantástica.
María Manzanera tiene el don de hallar en cada lugar aquello que el resto de los mortales intuye, saborea e incluso huele, pero que no es capaz de fijar sobre la memoria, cuando menos en el papel.
Ese don, cultivado sin duda con una técnica fabulosa, un gran conocimiento de la ciudad y destacadas dosis de arte, permite a la autora detectar el alma de cuanto observa y, lo que resulta más difícil, atraparla, fijarla y engrandecerla a través del objetivo. Pruebas de ello ha dado tantas que sería imposible resumirlas aquí. Basta saborear el resto de su producción artística para convencerse de que existe otra realidad, mucho más maravillosa y mágica, que aquella que vivimos cada día.
Encontrar esa realidad en un quijero de la huerta murciana, entre los canales venecianos, en los retratos de desconocidos que tienen la fortuna de salirle al paso, en los volantes de un traje flamenco, en la Gran Manzana o en los pétalos de la más humilde flor solo es posible hacerlo deleitándose ante una obra de María Manzanera.
De hecho, casi a modo de profecía, la autora atesora una serie que denomina ‘Captar lo Intangible’, lo que solo puede intuirse de una forma velada antes de que se accione su cámara. Y obtendrá siempre el éxito aún cuando retrate la desnudez, la plena debilidad del ser humano desprovisto de pantalla alguna, pero que se recrea una vez inmortalizado.
La obra de María Manzanera se nutre también de su pasión por la Historia del Arte y la Cinematografía, disciplinas que ha cultivado y puesto al servició de su dedicación plena a la fotografía, también como destacada profesora universitaria, donde yo, insisto, la conocí hace algunos años. Su pasión en el desarrollo de la docencia y su trato afable la convertían en una auténtica maestra. Se trata siempre del mismo objetivo, enseñar. Y en estas páginas nos vuelve a enseñar a Murcia con una visión distinta, actual, emocionante y bella.
La autora podía haber elegido alguna de las muchas ciudades del mundo que ha conocido y vivido o decantar su objetivo hacia tantos lugares y personas hermosas que llenan la tierra. Sin embargo, porque es en esencia una enamorada del lugar que la vio nacer, ha decidido seguir investigando y plasmando para la historia el espléndido rincón del orbe que nos acoge y que, en tantas ocasiones, nos desespera al comprobar cómo se van perdiendo monumentos, espacios naturales y usos y costumbres que siempre nos identificaron.
Dentro de muchos años, igual que nosotros solo podemos imaginar hoy cómo fue el paso de Laurent por Murcia, otros murcianos del futuro se preguntarán a qué dedicaba sus horas la autora, qué fotografías persiguió y cuál era su opinión sobre aquellos rincones que les legó sobre el papel para siempre. Nosotros tenemos la fortuna de conocerla y haber aprendido de ella cómo mirar la ciudad con los ojos del alma.
En cierta ocasión escribió María que “es conveniente insistir en que lo que denominamos realidad es un convencionalismo, eso sí con dos caras como mínimo que a su vez pueden desdoblarse en otras”. Tengo por cierto que la realidad es, por encima de cualquier otra consideración y de aquello visible a todos, cuanto capta su cámara. Y muchos no la descubren admirados hasta que una de sus fotografías les asalta y les conmueve.