POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Resulta imposible acercarse hasta el Pabellón Dorado sin prestar atención a su gesto imperante. Flanqueando el acceso que comunica la partida de Andrómeda con el cerrete donde campa el pabellón, esa diosa de gesto serio y acuciante te obliga a obedecer su advertencia. Esa mano imaginaria con un dedo índice apuntando al azul inmenso no puede ser descartada de cualquier manera. Por mucho que a su vera esté el dios del mar cabalgando las olas sobre una ínfima concha marina, la madre de los océanos protagoniza esa historia con una contundencia ancestral. Fíjense y verán cómo la mirada se pierde en aquella mano distraída por el tiempo y el descuido. Ella, Anfítrite Nerea, gobierna esos procelosos e ignotos mares, repletos de tales monstruos y tamaña perdición que sólo una mujer serena y dominante puede garantizar la seguridad de quienes los surcan. Supongo que, ante el horror de esos piélagos salinos y sofocantes en que se transmutaba la política española, René Frémin tomó la decisión de acaudillarlo todo con el trasunto de aquella reina parmesana, vilipendiada por llevar protagonismo en femenino donde se suponía que la virilidad de un monarca francés debería haber sido más que suficiente.
Un servidor, que, entre las pocas virtudes que atesora como historiador, goza de cierta observación certera cuando la penumbra de los pensamientos únicos todo lo oscurecen, siempre ha detectado ese paso en femenino descrito entre tanta ranciedad mitológica comida por lo líquenes parduzcos del desconocimiento palmario. La sola presencia de Anfítrite, mano imaginada en alto, para avisar al paseante distraído; de su solaz remanso en el centro de la partida de palacio viendo caer el agua a borbotones por la Cascada de Mármoles y Jaspes allí donde descansara la locura su esposo orate; esa singular reafirmación, digo, de la presencia femenina en el discurso mítico de un jardín politizado, no hace otra cosa que proponer un punto de partida hacia la reflexión básica en el entendimiento de la historia.
Si bien es cierto que uno puede interpretar todo aquello como el boato propio de un lujo cortesano barroco sin mayor sentido que el delite de unos pocos diletantes envueltos en una riqueza suma que extraen de la sociedad que los soporta, también es cierto que se puede ver algo más allá de una tradicional y prosaica estulticia. Encaramada en pedestales cubiertos de roña mohosa, una hueste de mujeres metidas en blanco celestial lleva gritando su presencia a una multitud de paseantes convencidos en su ignorancia de que todo aquello redunda en la superficialidad que se espera de una sociedad fracturada por el privilegio. Así, paseando entre fantasmas que hablan a quienes nada pueden escuchar, ninfas agrestes de brutal reacción acompañadas por musas domeñadoras de cualquiera que sea la virtud se lanzan a robar la esencia de Cupido, a enloquecer al miserable de turno o, incluso, siendo divinas, a dar caza al más aguerrido de los cazadores en aleccionadora experiencia vital. Ese estúpido Acteón atado a la flauta de su presunción y convertido en galante ciervo descomunal no muestra mayor mensaje que la insensatez de cuanto de viril pueda presumir ese relato heroico tantas veces repetido.
En ese sentido, la historia, aquella que no precisa de atención profunda y discusión desvirtuada, no enseña que, en el lógico devenir de los acontecimientos, cada ser humano ha venido ocupando un espacio singular, preciso y necesario para el desarrollo de todo lo reseñable. Que el acaso ha afectado tanto a hombres como a mujeres, provocando que, tanto unos como otras, hayan liderado las situaciones para bien y para mal. Pensar en una historia que discrimina el género a un nivel determinado no hace más que volvernos ignorantes de nuestro propio presente. Del mismo modo que la mujer, la que sea, es absolutamente decisiva en todo momento donde nos vemos involucrados, el pasado pertinaz, ese que nos quita la razón día sí, día también, nos enseña, aunque no queramos, el papel preponderante y protagonista de la historia. No se trataría de ver una historia en femenino, ni un pasado de mujeres en el liderazgo. En realidad, la fortaleza de una plétora de mujeres tradicionalmente ignoradas radica en su presencia constante en el momento crucial. Las mujeres, queridos lectores, no han sido ni serán jamás espectadoras de la historia: las mujeres, como todo ser humano existente y por existir, la protagonizan el presente. Pensar que Margarita de Austria nada tuvo que ver en la caída del misérrimo Duque de Lerma o que la política castellana no fuera un juguete en las manos de María de Molina; que la reina Isabel I de Castilla fuera, como presumía de sí mismo Romeo, un juguete del destino o la destrucción de la reina doña Juana y la inhabilitación de la princesa Juana Enríquez no respondía al cierre de horizontes políticos temibles, resulta, todo ello, inaceptable en términos analíticos. Trótula de Ruggiero innovando en medicina, Luisa de Medrano dando clases en Salamanca, Hildegarda de Bingen componiendo, María de Zallas escribiendo o Sofonisba pintando no fueron más que una normalidad social durante mucho tiempo obviada. Victoria Kent discutiendo con Clara Campoamor sobre la justicia del feminismo concuerdan con esta sociedad iletrada y feliz en su ignorancia supina acerca de lo que el pasado ha sido.
Y en este desconcierto en el que naufraga de forma contingente una sociedad ignorante, ese pasado único en el que la historia ha devenido de forma aleatoriamente asexual parece ser gritado por aquella mano que hace no mucho tiempo desapareció de la escultura de Anfítrite. Seguro estoy de que la Farnesio, consciente de ese protagonismo femenino de la historia, se esforzó por dejarnos un sedoso testimonio nacarado entre tilos dorados y setos de dulce y delicado arrayán.
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