POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Creo que el mayor reto que nos ofrece la vida es la educación de un hijo. Los ponen en nuestros brazos al nacer, coloraditos, monísimos. Porque a todos los padres les parece guapa su criatura. Allí empezamos a derretirnos por ellos. Luego llegan a casa, con sus llantos, sus cólicos, sus pesadillas nocturnas, sus manías alimenticias, sus mil achaques de infancia. Soñamos con que todo eso acabará al crecer. Pero no acaba. Se multiplica. Así, a trancas y barrancas, a base de amor y sentido común, sorteamos el problema de base: que los hijos no traer un manual bajo el brazo; y que, puestos a dar problemas, nos pueden amargar la vida. Lo he visto en las tutorías del instituto, a padres como castillos llorando a moco tendido ante la impotencia del mal comportamiento de sus retoños. Eso puede pasarle a cualquiera, pero hay más posibilidades si nos se acierta en la educación. Sí, ya sé que todos nos proponemos educarlos bien. Lo que pasa es que no hay nada en el mundo que se ame más que a un hijo. Son nuestra debilidad. Por eso duele tanto castigarlos. Por eso es tan difícil decir “no”, pudiendo decir sí.
Para complicar el tema llega “papa– estado”, o los orientadores escolares, a cargar sobre nuestra conciencia todos los fallos de los jóvenes. A justificar sus desmanes por supuestos traumas familiares. Y los niños se aprovechan. Porque aquel bebé que nos trajimos en brazos del hospital ya se enteraba de todo antes de abrir los ojos, como buena cría del homo sapiens. Cuando crecen, ni te cuento lo espabilados que son, y lo bien que se aprenden sus derechos: si unos padres se pasan un pelo en el castigo, en menos que canta un gallo están en la comisaría por maltratadores. Yo estoy en contra de cualquier tipo de abuso contra un menor, y creo que hay padres que no merecen tal nombre. Pero son la excepción. Lo que predomina son los padres angustiados, desconcertados, paralizados, asustados e impotentes para afrontar con firmeza la educación de sus hijos. Tema grave, porque cuando un muchacho abandona la infancia sin referentes educativos claros, tiene difícil solución.
Por eso me quedé pasmada viendo un video en internet hace poco. Sucedió el 28 de Abril en Baltimore, la ciudad más poblada, y la más conflictiva de Maryland. Su puerto acogió infinidad de inmigrantes. Hoy predominan los afroamericanos, como el presidente actual. También la alcaldesa lo es. Allí ha habido disturbios sociales desde tiempos inmemoriales, destacando, por ejemplo, los producidos tras el asesinato de Martin Luther King en Memphis, en 1968. La violencia actual es un reflejo de la conflictividad que se respira en esta ciudad, provocada ahora por abusos de la policía. La muerte del joven Freddie Gray, bajo custodia policial, he convertido Baltimore en un polvorín, por lo que se declaró el estado de emergencia y toque de queda. Lo que pasa es que a estas manifestaciones, justificadas y pacíficas, se han sumado muchos “matones” de oficio, e infinidad de adolescentes. Sus protestas consisten en tirar piedras y botellas a la policía. De hecho hubo varios agentes hospitalizados. En este estado de cosas sucedió lo que tenía que pasar. Que una mujer, Toya Grahan, al ver por la TV a su muchacho encapuchado y apedreando a la poli, se fue a buscarlo y, a guantazo limpio, le dijo ese “tira para casa”, tan familiar. Es madre soltera con seis hijos, y una leona para defenderlos. Allí la comprenden. Aquí ya estaría privada de la tutela del mozalbete. Luego lo mandarían a algún centro público para que lo educara un sicólogo, al que el chico le importa un pimiento. Y en tres siestas el muchacho volvería a las andadas, o se alistaría en el yihadismo. No creo que el hijo de Toya se atreva otra vez a enfrentarse con la policía de Baltimore. De hecho hay que decir en su favor que no hizo el menos amago de plantar cara a la paliza pública que le dio la madre que lo parió. De sobra sabía que era culpable, y que allí no hay ley que impida a una madre mandar a casa a su hijo sin rechistar. ¡Hombre, que ya está bien¡ dice mi papelera.