POR JOSÉ SALVADOR MURGUI, CRONISTA OFICIAL DE CASINOS (VALENCIA)
La Fira de Sant Miquel de Lliria es algo que siempre me ha llamado la atención, es el fenómeno social que marca el final del verano, el inicio del curso y la llegada del otoño.
Esta mañana he ido al Ambulatorio acompañando a mi madre, he podido dejar el coche un poco apartado para llegar a mi destino. He paseado por una Feria que están montando, que aún no se ha puesto en su total funcionamiento, pero que es una feria viva.
Es la feria de atracciones, donde la tradición de los «gaiatos», los dulces y turrones, se combina con la modernidad de las atracciones más esperadas por los niños, niñas y jóvenes: coches de choque, tren de la bruja, camas elásticas, elementos giratorios y un largo camino lleno de novedosos aparatos que combinados con las delicias gastronómicas del «algodón dulce» de las «patatas fritas», «perritos calientes» a módicos precios, donde no pueden faltar ni las churrerías ni las tómbolas donde todo se rifa a precio de boleto.
Recuerdo de joven, cantábamos una canción de la Tuna, cargada de romanticismo, llevaba por título «La Feria», sin querer, involuntariamente, he canturreado en voz baja aquellas letras que aún recuerdo a la perfección, porque para los niños y jóvenes que hemos vivido la Feria de Sant Miquel, aunque los años pasen, el recuerdo permanece vivo, no se borra fácilmente, ni la subida a San Miguel, ni su bajada, ni las tardes de sábado cruzando la feria, ni los domingos concurriendo a aquellas novedosas y románticas discotecas desaparecidas que llevaban por nombre «La Mola» y «El Olmo», como tampoco se nos olvidan los primeros cuba-libres de ron o de ginebra, o aquellos dulzones «san-Franciscos» que dando color rojizo al transparente vaso de cristal, remataban el vidrio con esa envoltura de azúcar y la roja cereza que traspasaba la pajita que facilitaba la absorción del espirituoso licor.
¡Cuantos años pasaron de aquellos momentos vividos! ¡Cuántas parejas y matrimonios nacieron en sus altos y escondidos «reservados» que custodiaban la intimidad frenética del amor… cuantas luces de colores, cuantos espejos y bombillas violáceas adornaban la intensidad y felicidad del momento! Era la Feria. Eran las atracciones, era llegar a LLiria con el trenet, la chelvana, los vespinos, o cuando ya empezábamos a tener carnet de conducir, los Renault 5 o los Seat 127, que nos llevaban, con el bocado en la boca, a la capital del Camp del Turia, para vivir la Fira de Sant Miquel.
Entre tanto las tareas del campo, ir a la almendra, las algarrobas, vendimia, (aquella esclavitud juvenil, de ir al campo), y después ya empezaba el curso, las clases, el día a día, la marcha normal. Y ahora sí que evoco aquella canción que nos hablaba de la Feria: «Termina la feria esta noche sin luna, terminan canciones, con suspiros de amor. Tranquilo está el parque, esta noche estrellada y las almas ocultan alegrías y llantos dentro del corazón.
Ay, ay, ay ay, ya no suenan las guitarras, ni los bajos guitarrones. Ya se secaron las flores que adornaban tu balcón. Ay, ay ay ay, ya no hay fuegos de colores ni mariachis, ni canciones y a lo lejos por el bosque se va yendo mi canción.
Termina la feria y triste, yo me voy por la cañada, diciendole a las estrellas porque llora tanto mi alma. Sendero del caserón, que al pasar por tu ventana, me marcho sin ilusiones, y yo no he encontrado amores y la feria terminó.»
Así es, todo lo que empieza termina. La Feria de Lliria abre sus puertas, para aquellos jóvenes provincianos, era el mejor punto de reunión, para los que vivimos el final del siglo XX, era una gran y bonita diversión, para los que estudiamos en Lliria, era el motivo de reunión, de estrenar ropa, zapatos y ese estilo juvenil que va marcando las épocas, aquellas de pantalones acampanados, cazadoras ceñidas, y los vaqueros azules de «Levis» de etiqueta roja, los más ultramodernos «Lois» de la fábrica de Cheste o de Villamarchante, o los de pana fina. ¡Gloriososas modas de los años setenta!
¡Bona, Fira de Sant Miquel!