POR FRANCISCO PINILLA CASTRO Y CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Tumbado en el sofá, contemplo la imagen de un gato negro en un cuadro colgado en la pared y en otro un pavo real hecho de lana, y me siento, como explorando la propia habitación: miro los muebles, el pavimento, las cortinas y, las fotos enmarcadas que siempre traen a la memoria recuerdos del pasado.
Este punto de vista lo tomo y considero desde mi estado actual. No es la visión del niño o del adolescente, es la del tipo que soy ahora: un hombre maduro, de costumbres sencillas y con un diario lleno de rutinas: administrativas, culturales, culinarias, etc. Rememoro mi fantasía con telones y escenarios del pasado que vivieron en mi niñez y en mi adolescencia, de los que curiosamente han desaparecido bastantes como también sus actores (pues ya me faltan muchos amigos).
En mi memoria florecen muchos recuerdos que me hacen revivir un pasado feliz:
Mis andanzas por la ribera del río en el huerto de Jordán próximo a las Aceñas, sintiendo el croar de las ranas entre los juncos, y descalzo pisaba los arroyuelos y sentía el agua con las chinas y el barro cosquilleando entre los dedos de mis pies:
Percibo la sensación placentera del frescor del agua del río debajo de mi cuerpo cruzando los arcos de las Aceñas.
El cantar de las chicharras en los melonares, mientras que el cielo se nos antojaba un manto de terciopelo cuajado de lentejuelas que se te iba a caer encima
Recuerdo al kikiriki del gallo en la madrugada, al que se unía el relincho de un caballo y el ladrido de perros de las eras.
Cuando los niños nos perseguíamos por las calles del pueblo con tabletas simulando espadas con las que nos batíamos.
Iluminando telones en los patios con candiles y velas para representar teatros, cuando no había agua corriente en los hogares y una sola bombilla en la casa.
Las mortificaciones que hacíamos guardando caramelos apetitosos un determinado tiempo.
Recitando la lección al maestro alrededor de su mesa, y el que no se la sabía recibía de castigo un palmetazo, y ningún premio el que la había estudiado.
Jugando al fútbol con pelotas de trapo o de goma en los Grupos escolares o en las eras de Colón y al repullo y a las bolas en la Colonia.
La Navidad cantando villancicos y pidiendo el aguinaldo.
A las muchachas jóvenes jugando al corro cantando en la esquina del Convento.
A las mujeres que acudían por agua a la fuente y las avispas las llenaban de pavor.
A las niñas jugando “a los días de la semana” con un tejo en medio de la calle mientras que en sus cabezas se les movía el pelo liso o los tirabuzones desprendiendo ondulaciones como olas marinas y ellas, sabedoras de nuestra admiración, destellaban en sus ojos una mirada furtiva y nos atravesaban el pensamiento
Recuerdos, todo recuerdos.
Villa del Río, es el pueblo ideal para vivir una infancia y recordarla de mayor; es el paraíso mágico para la literatura, la pintura, el arte, el comercio, etc.; ocupa un lugar privilegiado, y su situación y clima favorece y estimula el nacimiento de la ilusión y la fantasía. Eligieron su asentamiento en una tierra encantada, plana y fértil, donde nació y crece surcado por un gran río, el Guadalquivir, enmarcado entre las últimas estribaciones de Sierra Morena al norte y los cerros de San Cristóbal, Morrión y Relaño al sur, disfrutando de muchos días de sol al año. Días luminosos que te despiertan llenos de vigor, y esperanza desde el amanecer.
En primavera, su suelo se puebla de margaritas, campanillas y amapolas en los valles y en los pies de las grandes plantaciones de olivar, y de cardos de floración azul y morada en linderos y parajes sin cultivar.
En verano la villa se queda paralizada por el calor, un calor seco con olor a monte bajo, tomillo, romero, paja y resina desparramada de las carpinterías.
En otoño la magia de la estación muestra sus mejores colores en la arboleda de su ribera del río, donde los robles, hayas y álamos blancos se desprenden de sus hojas tejiendo una mullida alfombra multicolor a los pacíficos paseantes y,
En invierno, el valle se vuelve frío y ventoso, parece que todo tiembla en una niebla transparente, mientras que sus tierras pardas, al igual que las mantas cubren nuestro cuerpo en las camas, protegen la vida de las semillas para que de nuevo broten en la primavera.
En estos lares, tuvieron su cuna y viven gentes con ilusión y con fe en el futuro: artistas, arquitectos, pintores, médicos, escritores, industriales etc., y personas que no están obsesionados por la prisa, que aguardan una puesta de sol tomando una cerveza o un zumo, y saben esperar en una terraza a que se complete el espectáculo, para disfrutar con el corazón y aplaudir con las manos, como si de un representación teatral se tratara.
Hoy, por la tarde, cuando regresaba de Villa del Río a Córdoba al bajar la Cuesta Pajares de Montoro, la puesta de sol era espectacular: brillante y cegador éste. En poniente había desaparecido media esfera solar, y una línea divisoria del ondulante paisaje cortaba el plano en dos partes. En el de arriba el resto de sol en su retiro lanzaba al oriente sus penetrantes rayos deslumbrando a quien osara mirarlos, iluminando de un peculiar rojizo el cerro opuesto poblado de cereales y olivos, el pueblo de Algallarín y el polígono industrial de Pedro Abad y más abajo en su parte sombreada destacaban los caseríos y la arboleda del valle del Guadalquivir.
Vista desde la lejanía, una puesta de sol es un puro espejismo de brillos y ondulaciones, donde puedes tener la impresión de que un árbol se mueve, o de que, si seguimos avanzando hacia él, vamos a entrar en un mundo irreal, casi virtual. Como la vida misma.