POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Me recordaba el Maestro y Catedrático Ángel Herrerín hace algunos días, mientras transitábamos camino de la fuente del Charco de las Ranas, las palabras de Jean Herbette, embajador que fuera de Francia en esta España irredenta durante los atribulados y paradigmáticos años de la Segunda República. Absorto en el trance político español como cualquiera que se acerque a nuestra realidad en el periodo que fuere, Herbette no salía de su asombro al comprobar cómo se construía una irrealidad histórica y, principalmente, una incongruencia, en las reivindicaciones sociales y económicas asociadas al movimiento catalanista. Presos de una furia sin par que liberara aquella nación esclavizada por un centralismo banal que sólo había aportado crecimiento y desarrollo político, económico y social desequilibrador del statu quo patrio, aquellos catalanistas liderados por Francesc Macià y Lluis Companys no dudaban en llamar a la revolución. Convencidos de las teorías decimonónicas que unían nación y estado como única vía resolutoria de los conflictos identitarios, aquellos burgueses desmemoriados empujaban y tensaban la cuerda política hasta el máximo de resistencia, convencidos de que habría de romper por el lado más débil, aquel que se agarraba al novísimo orden democrático. Entre soflamas imbuidas en agravios históricos hacia una cultura ancestral, los catalanistas minaban los débiles cimientos de una democracia que padecía de otras muchas termitas encantadas con su pudrimiento, mientras que el embajador francés se asombraba de que, en este país, se hicieran revoluciones para sostener y apuntalar los privilegios inherentes a ese catalanismo inveterado, en lugar de luchar denodadamente por eliminarlos todos, como había ocurrido en el resto del mundo desde que aquellos burgueses británicos de Norteamérica se cansaran de ser ciudadanos de tercera. Y, a pesar del paso del tiempo que todo lo consume y nada respeta, el mensaje de aquellos sucesos y, lo que aún es peor, el sustrato imaginario sobre que se sustentaba aquel discurso, hemos de vernos casi un siglo más tarde en semejantes circunstancias, con un movimiento catalanista que nada respeta y que se abraza a la ligadura tensa y raída, en la esperanza que la ruptura se lleve por delante todo aquello que detestan, reflejo de una comunidad que desatienden y comprenden cada vez menos.
Uno, que en esto de los movimientos políticos levantados sobre un fundamento social manipulado es más que descreído, seguro de que debe existir un modelo político y social que dé cabida a todo español independientemente de su bagaje, no deja de sorprenderse con la tergiversación del proceso histórico que soporta todo este galimatías que nos impide caminar hacia un futuro de consenso. Convencidos todos de que, si la historia muestra una base sobre la que hincar ese ardiente clavo, todo es posible y asumible, esta sociedad, en lugar de rechazar la manipulación del pasado, la ha convertido en una práctica política cotidiana. De modo que, si podemos retorcer un hecho histórico hasta el punto de que conviene a nuestra tramposa hipótesis, lo haremos sin pudor, transformando el devenir histórico en un relato desvergonzado, suspicaz y sesgado, capaz de sustentar la más hilarante de las necedades defendidas por el partido político que sea. Olvidando que la historia es contingente, que se conforma en proceso a veces lineal, a veces circular y en ocasiones errático, esta ralea de impostores no deja de retorcer ese viaje global ajeno a la voluntad del que lo analiza hasta convertirlo en guion olvidado de una película de lo hermanos Marx.
Así, siguiendo la concienzuda dirección de Groucho, nos encontramos con que Cataluña ha existido como nación desde tiempos antiguos, cuando siquiera se entendía aquel concepto, asumiendo como presidentes de un estado imaginario todos los oficiales regios de la Generalitat medieval, diputación designada por los monarcas para gestionar principalmente procesos burocráticos asociados al ámbito fiscal, propio de aquella sociedad pactista y comercial más cercana a las repúblicas mediterráneas que a la consunción de un estado centralizado y señorial; más al norte, quizás Chico Marx, establecía la existencia de una sociedad emparentada con los irreductibles galos de Goscinny y Uderzo, capaz de hablar un idioma que ya nadie recordaba como tal en el siglo XVI, que había repoblado la mitad del territorio ganado al Islam, cuyo apellido más frecuente era García, siendo bandera, patria y gentilicio invenciones de Sabino Arana, quien, por cierto, acabó sus días fundando un partido político centralista y casado con la viuda de un guardia civil. Ahora, no me cabe duda de que debemos a Harpo Marx el guion que relata esa España invencible y víctima de la maledicencia de todo aquel que se cruzara en el caminar de una comunidad elegida por la divinidad, ajena a la explotación de los recursos económicos, a la aristocratización social y a la imposición de un imperio basado en políticas matrimoniales, donde privilegio y desigualdad aderezados con hegemonía militar y mesianismo fundamentalista soportaban un entramado pasto de la corrupción más desvergonzada.
La Historia, queridos lectores, merece la honestidad de quien la observa con ánimo de aprehender un pasado que no constituya una losa, sino una oportunidad de consensuar la comunidad que merece nuestro futuro
A todos ellos me gustaría recordarles la diversidad innata de esta tierra declarada múltiple ya por los reyes del siglo XII en toda documentación pública que se preciara. Que ninguno de aquellos antepasados desconocía la existencia de las Españas, del entorno europeo y la desigualdad que todo lo enfanga. Ellos, ellas, eran conscientes de que ninguna comunidad puede sobrevivir sin el concurso de todos los que la integran y del contexto global en que está su acaecer enmarcado. Que España, las Españas, no pueden ser conocidas desde el absurdo relato politizado de la historia, sino a través del honesto estudio de esta, asumiendo los errores de interpretación de las fuentes o la falta de aquellas, bien sea por su inexistencia o por el secuestro que algunos, como la fundación franquista o aquella ley de secretos oficiales, perpetran desde hace ya tanto tiempo.
La Historia, queridos lectores, merece la honestidad de quien la observa con ánimo de aprehender un pasado que no constituya una losa, sino una oportunidad de consensuar la comunidad que merece nuestro futuro.