POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Envuelve a esta tarde de parroquias sanjuaneras cierta calma repentina que, de improviso, prende en la multitud, ya quejosa con el calor que va apretando, como si en lugar de murcianos de nacencia algunos fueran rusos, y se extiende entre las incontables filas de sillas que salpican el asfalto. Es una quietud extraña pues, aunque sea por unos minutos, refrena las lenguas que andan en plena campaña electoral.
Porque en Murcia, cumplido el Martes Santo no hay más carrera que la hospitalaria, la esclava, la de María Santísima de la Esperanza y aquella que devuelve al Cautivo a las mismas calles por donde durante generaciones pasaron políticos de toda condición y pelaje ya condenados al olvido. Esa es la cuestión. El señor del Rescate también pasa, pero para quedarse.
Y unas veces lo hizo ayer en la oración de aquel nazareno en una esquina; otras, en las lágrimas incontenibles de quien alguna pena arrastra; y aún otras, acaso las más, en la mirada de respeto, ya no a una talla de madera que puede arder en diez minutos, sino a cuanto representa: la fe, la tradición, la cultura de una ciudad donde solo este Cristo es capaz de arrinconar, aunque sea por unos minutos, las doscientas mil mesas de las terrazas callejeras.
Partió el cortejo del Rescate bajo un cielo primaveral y en una tarde donde la Cruz Alzada, la que evidencia el hermanamiento de la institución con aquella de Caravaca, la que abre la procesión de la esclavitud, inauguraba el camino a este desfile sobrio y riguroso, alejado de la algarabía del resto de citas nazarenas de días pasados, pero igual de secundado por miles de fieles.
Porque el nazareno de esta tierra disfruta de este Martes Santo a modo de respiro cofradiero, indispensable para sobreponerse del imponente Perdón que ayer hizo tambalearse la urbe, y para prepararse ante la arrolladora marea de Sangre ‘colorá’ que le aguarda esta misma tarde. Y allí, en medio de la Semana Santa, cuando aún el estante magenta sentía su hombro dolorido y mientras el mayordomo del Carmen cavilaba ante la inminencia de su procesión, se hizo presente el Cristo del Rescate repartiendo, la mirada cabizbaja y noble, las manos atadas y el cabello al viento, esa calma que a todos paralizó.
No es un recurso literario. Tanto impone el paso de este Nazareno sin cruz que a su paso, creyentes o no, detienen un instante sus quehaceres para admirarlo. Para muchos pasa Dios. Para otros pasa un hombre bueno. Para la mayoría pasa condensada en un trono la historia y la cultura que durante años también cautivaron, como Cautivo que es, a sus padres y abuelos. El bullicio en el corazón de la ciudad se dispersa en los sonidos que cierta brisa arrastra hacia la huerta.
Solo una estampa podría competir en belleza con aquella que representa el Rescate al cruzar la Catedral. Y no es necesario esperar demasiado para admirarla en esta procesión breve e intensa. Ya al fondo, se adivina el campo de velas blancas y la espléndida corona que reluce más que el sol al caer la tarde. Es la Virgen que imaginara Sánchez Lozano, la de la Esperanza de manto verde y fajín colocado, la que camina delante del Hijo sabiendo a ciencia cierta cuál será su destino. Es quizá la historia más triste que podría contar un ser humano. Y la hermosura de flores, túnicas e incienso apenas logran mitigar que Murcia celebra una tragedia.
Fuente: https://www.laverdad.es/