POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Deberíamos entender que la historia es social y no heroica. Ahora, convencer al común que nunca uno es más que todo, que el héroe sólo es la portada de un relato simplificado, es harina de otro costal.
AARTÍCULO:
No crean que resulta sencillo desmitificar el pasado. Envuelto en relatos contados una y otra vez sobre invenciones nacidas de un presente politizado, los historiadores solemos luchar denodadamente contra la falacia para lograr atisbar, aunque sea de refilón, esa certeza argumental que sirve para cimentar la Historia. Esta, construida sobre la asunción de un éxito inicial o postrero que nunca alcanzaré a comprender, divaga en su ficción de héroe conocido hasta fazaña por descubrir. Y no logramos salir de ahí. De nada sirven los planteamientos científicos aplicados a una búsqueda de fuentes primarias que nos entreguen la posibilidad de analizar un presente pasado; de ver las causas plausibles, los efectos inmediatos y las consecuencias generales contrastadas con toda la documentación existente; que nos fajemos en hondas y, las más de las veces, estériles diatribas académicas en seminarios y congresos con el objetivo de atisbar ese horizonte veraz, donde la Historia es contingente y los seres humanos, protagonistas de un proceso inalterable una vez ha ocurrido: el común de los mortales seguirá atendiendo a una suerte de relato heroico protagonizado por individuos excepcionales asistidos por un hálito de perfección en el momento trascendental. El resto de la sociedad, de la humanidad pasada y venidera, atenderá las enseñanzas que la vida de aquellos seres celestiales nos ha brindado, desatendiendo la cotidiana necesidad de esfuerzo, verdadero acicate vital, combustible único de este motor que alimenta precisamente esa historia a la que nadie parece atender.
Así, la existencia de uno eclipsará la de miles, una vez se consumó el relato descontextualizado sometido a la voluntad del héroe. Y no importará lo relevante que fuera en su momento el otro, la otra, lo que sea. Nadie recordará más que el relato construido en torno a quien lo protagoniza. Nadie rememora ni menciona, por poner un ejemplo, a Teudas y a Simón, llamado «el Insurrecto»; a Menandro o al zelote, Judas, conocido como «el Galileo». Todos ellos fueron, en algún momento de su vida, reconocidos como esperanza del oprimido pueblo judío, denominados mesías por la plebe ignorada de un pasado nada reconocido. Quizás el otro Simón, el que aparece en algún evangelio apellidado «el mago», recibió algo de atención, aunque fuera simplemente para ejemplarizar el error básico que se suponía en el gnosticismo y la espiritualidad oriental.
En ese sentido, las grandes proezas, los monumentales éxitos palmarios de un pasado bañado en sangre, nos regalan héroes épicos alzados sobre una ingente pila de cadáveres ignorados, gastada su memoria en loor de un relato basado en la proeza individual que con tanta dificultad un historiador honesto puede soportar. De las grandes victorias de Alejandro elevadas a una cima de despojos desconocidos a los millones de vidas sacrificadas por Julio César en la construcción de un liderazgo ensangrentado y escondido entre los renglones magistrales de «La Guerra de las Galias», o las calaveras pálidas que sustentan la muralla china, las pirámides de Giza y Chichén Itzá, pasando por los millones de bulas emitidas sobre el esfuerzo de una plétora de creyentes para levantar la maravillosa basílica que corresponda y la imposible quibla en la mezquita más egregia que uno pueda imaginar; el presente lanza un alarido desgarrador y, al parecer, sordo con cada paso que damos alrededor de un pasado absolutamente descontextualizado. Sin ir muy lejos, a escasas dos leguas de la ignorada muralla segoviana que conduce a un inconmensurable y regio alcázar que resiste frente a las ruinas apagadas de una catedral destruida y construida entre sangre y estertor, un muerto apagado trata a diario de resucitar su sacrificio ignorado, allá por 1870.
A medio camino entre la fuente de Apolo y los aterradores dragones que desafían la voluntad de Perseo en su ataque a la pobre Ceto, el pobre Recio clama su inmolación en una de las pilastras que conforman la balaustrada sobre la conjunción de corrientes en la ría que creara René Carlier hace ya más de tres centurias. Inscrito en la rosada y pálida faz de un bloque de piedra sepulvedana, algún paisano de aquel pobre Recio tomó la decisión de dejar noticia de su padecimiento. Según relata mi querido colega y mejor amigo, Daniel Vera, en un libro que más pronto que tarde podrán degustar, el pobre jardinero, seguramente afanado en las labores eternas de limpieza en la ría del jardín, se vio sorprendido por una tremenda crecida de las aguas y, con cierta seguridad, del barro inherente a tamaño dislate natural. Con frecuencia anegado el medio estanque de los dragones por la vegetación imparable, el lodo resultante de los derrubios de una sierra azotada por recurrentes aquilones ha venido afeando la belleza natural derivada de una artificialidad humana de lo más hermosa. Hemos de suponer que, roto alguno de los diques levantados para limpiar aquella suciedad, por otra parte, natural y necesaria, las aguas liberadas y brutales arrastraron al pobre Recio hasta hacerlo desaparecer muy a pesar de la franqueza inserta en un apellido tan castellano.
Como en tantas ocasiones referidas, el pobre cadáver, seguramente sepultado y consumido por la naturaleza que le dio sentido y final, pasó a engrosar la ingente lista de muertos aplastados por la voluntad regia de construir un jardín sin parangón, modelo de barroquismo vegetal y abonado con un buen manojo de vidas apagadas por un relato las más de las veces cainita. No sabré nunca si el tal Recio llegó a ser hallado y su cuerpo sepultado con el rigor de la época; si la libación de una vida y otras tantas se suponen amortizadas por una belleza pasajera y, en muchos casos, prescindible en el resumen vital de cada cual; si su sacrificio en algo contribuyó a la belleza del jardín.
Sí sé, por el contrario, que la memoria de aquel paisano ahogado hace ciento cincuenta y tres años aún prevalece inserta en un pilar ignoto de un paseo poco frecuentado. Sí sé que la honestidad del historiador, por encima de cualquier miserable sesgo capaz de transformar la investigación en relato, debe empujar al profesional del pasado hacia la recuperación de toda esa memoria, esa labor resucitadora de cuantos más muertos sea posible, de modo que, de una vez por todas, acabemos viendo el pasado en plural, alejando el singular para ese espejo donde, en un día como hoy, seamos capaces de sublimar todas las memorias pasadas posibles.