RETROSPECCIÓN A LA SEMANA SANTA DE CABRA (CÓRDOBA)
Mar 30 2018

POR ANTONIO ROLDÁN GARCÍA. CRONISTA OFICIAL DE LA CIUDAD DE CABRA (CÓRDOBA)

Portada del Libro “Salvar el Legado” de Antonio Roldán García. En él se narran estas costumbres ancestrales.

Ya, el primer día en que la primavera asoma sus dedos por nuestras sierras, cuando el ambiente huele a lentisco, a lirio y a incienso, nosotros embalamos nuestros sentidos en la maleta de la magia y nos abandonamos en estas tierras del Sur al desarrollo del arte Barroco, a contemporizarlo, a fotografiarlo y trasladarlo del siglo XVII al XXI; a enseñorearlo, a contagiar el aire, la tierra y el cielo con el hilo de oro o el fulgor de la plata.

Es tiempo de la convocación de la fiesta, del anhelo del clavel y la orquídea para asentarse al pie de un varal, de las notas lánguidas de los instrumentos que acompasan con sus marchas el transcurrir de una imagen, del brioso y rítmico tambor que redoblará en el desfile y de la trompetería que nos despierta y entusiasma.

Primer plano de la imagen del Cristo de la Sentencia o “El Señor de la mesita”.

Son días de esfuerzo, de ensayos, de prisas y de querer tenerlo todo a punto para la eclosión de las flores, de los mantos bordados y de las imágenes dolorosas del siglo XVIII.

Es por tanto, tiempo de actividad, de imaginación, de ensoñamiento y de retrospección a la infancia; y yo, que desde mi niñez viví de una manera melodiosa y profunda todas estas efemérides, me levanto en mi ilusión y me pierdo en el sopor agradable de las calles de Cabra, con los elementos infantiles que por aquellas fechas las adornaban; las cañaduces, en la plaza, nos anunciaban a los niños la llegada de la Semana Santa, y en las esquinas, las vendedoras con sus mandiles blancos fleteados y con sus tenderetes repletos de garbanzos tostados y enyesados…

.- Magnífica imagen de la Virgen de la Soledad. La que describiera con tanta exquisitez el insigne egabrense y escritor español, Juan Valera y Alacalá Galiano en sus novelas “Juanita la Larga” y “Pepita Jiménez”.

Las tardes de cine en el “matiné” cuando íbamos llenos de ilusión a ver las películas alusivas a la vida de Jesús, como “Rey de Reyes”, “La pasión según san Mateo”, “La historia más grande jamás, contada”, “Jesús de Nazaret” o más recientemente “La Pasión”…

Pero a la vez, era el desfile, la saeta, mis padres que me llevaban de la mano y para mis ojos de tres o cuatro añitos el mundo explotaba en una magia de vírgenes y cristos, de apóstoles y capuchones, de romanos y músicos…
Yo soy un apasionado de todas las manifestaciones artísticas y culturales de mi pueblo, me entusiasmo con el proceso lírico de tradición, tanto oral como de costumbres de mis antepasados y es por lo que a veces mi palabra toma tintes críticos con respecto a muchas cosas que se hacen mal y a las que quisiera devolver toda su raíz profunda de tiempo y ancestros.

La Semana Santa es un frasco de oro y pedrería repleto de perfume y esencia mística, pero podemos correr el riesgo de que lo vaciemos de líquido, de olor y aroma y la reduzcamos sólo al continente, olvidando el contenido.

El Cristo, la Virgen, el Paso, la Saeta, la marcha Procesional, todo se esmerila en el ambiente y debe concluir en embudo único por el que ascendemos en este pueblo que supo cantarle a la muerte de Dios y glorificó esa muerte transformándola en fiesta.

En el embrujo del recuerdo, gacela de orejas inquietas, resonarán los acordes lejanos del fliscorno, del clarinete y el bombardino como si de un solo instrumento se tratara y se balanceará del maravilloso filamento de la poesía de la evocación, del palio y de la belleza serena de una Dolorosa, al suspiro contenido del Nazareno, al suave meneo de las campanillas que se acompasan al ritmo cadencioso de unos pasos, al penduleo oloroso del incensario en la tarde, al silencio de la muerte de un Ajusticiado en la cruz.

En las esquinas bebedoras de luna y cal de la Igabrum tartessa, testigas de tiempos remotos y de historia, hará recodo el son de una marcha procesional, carril por donde se conduce y canaliza todo el sentimiento ante la explosión de la belleza del trono y la divinización por electrolisis popular de lo que allí se está representando entre tanto clavel, tulipa o gladiolo.

Nadie podrá robarme, en la línea de mis dientes de leche, el amanecer cabreño del Viernes Santo cuando a mis seis años me despertaba mi hermana Sierri para llevarme a la melodía procesional del Cristo de los Molineros; y entre sueño, camisas y vecindad nos asomábamos a la puerta de la casa donde me crie, en la calle doña Leonor.

¡Qué comunión de cielo y mañana con la Tierra! ¡Qué lindeza y amplitud de orden, de paso, de sabor a Semana Santa..! O las noches místicas del Jueves Santo en que, aún infante, permanecía en vela delante del Manifiesto y mis miradas se perdían y encariñaban con las de la Virgen de la Soledad que esperaba ser arreglada en su trono! “…Stabat Mater…”

Rápidamente mis pupilas brillantes de luces colmadas de violines recorren los rincones del coro de los Remedios buscando a quienes cantaban en el Septenario de la Soledad, esa Virgen dolorosa que sostiene la esperanza entre sus labios apenas desplegados en el rictus más humano y trascendente que escultor alguno pudiera imaginar hasta entones.

“¿Quién es esa Mujer, que angustiada,
vacilante, llorosa, camina,
quién es esa mujer tan divina,
quién es esa mujer celestial?”

Y aquellas letanías que rodaban por la luz del Viernes de Dolores “Mater, mater inviolata, mater intemerata, mater amabilis…” llegando hasta la calle santa Ana que guardaba silencio en sus patios para recoger el eco del “¡Oh, Sacratissimus..!”

Nadie, reitero, podrá quitarme la sensación más honda del resplandor, de la impresión de curas echados por tierra en señal de duelo por la muerte de Dios, recogiendo los paños del altar y dando culto de latría al “Lignum crucis” en tres genuflexiones sonoras; o la Pasión cantada por el celebrante, diácono y subdiácono “¿Elí, Elí, lamma sabajtanní?” , en la que Cristo moría cuando el velo del templo se partía en dos y las tinieblas se apoderaban de la tierra…

En esa mezcolanza de ritual sacro-profano-teatral-lúdico-sensitivo y barroco que es la Semana Santa no podía faltar la burbuja de los olores que me llevan hasta ella. El primer aroma es el del limón rallado, de la canela y la cidra (cabello de ángel) y entonces he de acudir a la gran cocina vecinal donde las mujeres se afanaban en la elaboración de las magdalenas, de los pestiños, gajorros, empanadillas, galletas de peine o tortas de aceite.

Entonces los niños, con unos trocitos de masa de pestiños hacíamos figuritas mientras escuchábamos a nuestras madres, abuelas y vecinas contar sus historias y, sobre todo, las costumbres gastronómicas de antaño. De todos aquellos relatos, el que más me cautivaba era aquel en que … “ya en el Miércoles Santo por la noche se apagaban las ascuas de los anafres y no se volvía a encender candela hasta el Domingo de Resurrección. Se comía durante esos días “potaje blanco” hecho sólo a base de garbanzos, patatas y bacalao…”

El atún en conserva y las albóndigas de pescado eran alimentos también corrientes… al llegar la Vigilia del Sábado de Gloria, las mujeres acudían a la iglesia a encender el Cirio Pascual una vela o la mecha de un candil para, desde ese punto de fuego, dar lumbre a un carbón y éste a un montoncito dentro del fogarín, para hacer la primera comida con la luz nueva y purificada el domingo de Resurrección en que se guisaba la “berza” egabrense…

Todas aquellas narraciones nos cautivaban la mente a nosotros, niños de los años cincuenta o sesenta que permanecerían por siempre en las despensas de la memoria, También me maravillaba el detalle de que nuestros abuelos, el Viernes Santo, se anudasen una corbata negra o un brazalete de luto…

Semana Santa de Cabra, tu sabor está contenido en las comisuras de mis labios, en el pliegue de mis párpados y en el lóbulo de mi oreja.

Mis manos circundan el ramo de olivo de la “Pollinita”.
“Lauda Jerusalem, Dominum…
Lauda Deum tuum, Sion.
Hosanna, Hosanna in excelsis!”
Y el canto de mis amigos de la infancia.
“Pueri hebreorum,
vestimenta posternebant in viam
et clamabant dicentes:
Hosanna filio David,
Benedictus qui venit
in nomine Domini!”

Se retuerce en el cirial que acompaña a procesión de las palmas
“Pueri hebreorum,
portantes ramos olivaron…”

Hoy las cosas y las casas y las costumbres son diferentes… Las calles de Cabra perdieron el encanto de su blancura y se han convertido en estrechos pasillos oscuros donde los pisos sin luz y hondos ahogan la estrechura de la estulticia que rompió la estética más blanca y luminosa de mi pueblo… Las imágenes que bordearon mi pubertad, algunas de ellas ya ni tan siquiera se procesionan…

Mi recuerdo aún se encuentra pegado a la calle Concepción y a la mañana del Viernes santo con la Virgen de la Amargura, San Juan y la Magdalena, paso que yo no conseguía encajar en la consecución lógica y temporal ya que lo veía anacrónico, entre mantos azules y rojos ropajes, pero o que más me sorprendía era la expresión de aquellos rostros…

Rememoro el Viernes Santo por la noche cuando las Angustias pasaba por el número 22 de la calle Doña Leonor y mi abuela Sierra se santiguaba ante tan bellísima Piedad y siempre alguna que otra lágrima rodaba por sus mejillas como queriendo conjugar las de María con las suyas… desde entonces yo asimilé la catarsis que suponen el dolor de una Virgen, la impresionante y hermosa muerte del Dios yacente en los brazos de su madre, con respecto al pueblo que sufría y hacía una hostia con su pena en comunión al que las imágenes irradiaban…

Mi electrificación se produjo la noche en que los ojos de Jesús Preso se cruzaron y cavaron en los míos adolescentes. ¿Qué estrella se escurrió del diafragma sideral para alumbrar aquella esclerótica? Desde entonces no he podido desasimilar el rostro del Preso con el que se me imagina pudiera ser el verdadero del Galileo que predicó en Israel hace 20 siglos el Amor a los enemigos…
Y con turbantes negros, iban en el desfile del Sepulcro dos hombres con barreñitos cubiertos de paños enlutados vociferando: ¡¡¡Eche quien pudiere una limosnita para el entierro de Cristo!!!

Y se les arrojaba desde los balcones y las aceras los estipendios que nos dieran en los bautizos los padrinos del recién acristianado en el “comerroña”. Y entre cal, esquina y macetas se recorta la cruz del “de las Necesidades”, la carita visigoda de la Virgen de los Remedios, la suave resignación del Cristo de los Sayones, el vaivén de la Esperanza o el luto plateado del Mayor Dolor, y Jesús “el de la mesita” como le decían mis vecinos al de la Sentencia… Procesiones de salir corriendo a la calle o a la puerta asomada como la de “los rábanos y las lechugas” o “la de los cuellos sucios”…

Mi respiración no quería hacer ruido y mis manos se apretaron en los bolsillos de mi pantalón corto. Se arrastraban las cadenas en el más absoluto de los Silencios. Largas colas de túnicas negras se prolongaban en la noche al son monocorde de un tambor ahogado. El Cristo de las calaveras y la muerte nos escondía a los chavalines entre las piernas de nuestros mayores que guardaban un respeto y un recogimiento que se hacía espeso y hasta se podía cortar…

El azul intenso del cielo dobla contraste con la cruz de plata del Nazareno en la mañana del Viernes Santo en contraposición al acendrado negro de esa misma noche con las lágrimas de la Virgen de los Dolores donde la luz de la Luna quiso en mi imaginación de niño que destellaran en dolorcitos que ascendían como pompas de colores hasta el palio de la Virgen que se mecía entre tulipas.
Pero la imagen que llenaba mi semana santa de Cabra era la Virgen de la Soledad.

¡Cuántas veces llevé la cruz parroquial detrás de su procesión junto a mis amigos Manuel Luna y Antonio Lara! Era la Virgen de la altura y del manto bordado en oro y pedrería que yo veía brillar a sus espaldas. Mi gozo se arrebataba cuando me tocaba el turno de llevar el incensario delante de la imagen. Entonces la veía dulce, llorosa, contenida, guapa, mujer, madre, blanca de sombras y lágrimas. Bajaba la calle Priego y cerca del Centro

Filarmónico las saetas del “Paleto” o “Curro” convertían el Sábado Gloria en auténtico pórtico celestial:
“Madre mía de la Soledad,
No llores ni tengas pena ninguna
Que tu hijo resucita
Entre las doce y la una.”

Y entonces la sonrisa de mis hermanos Rafael y Pepe que andaban a mi lado se hacía más grande y mi dicha se volvía de campana de cristal que repiqueteaba.
“No hay pena como tu pena,
dolor como tu dolor,
ni corazón tan sufrío,
Como el tuyo, Corazón…”

Desde aquel balcón se encendían los ánimos y hasta las nubes cubrían lo radiante del día para concentrarlo todo en un único y definitivo punto: la cara de la Virgen de la Soledad: “Alzadla y mecedla!”

El cielo que tenía que agrandarse y estirarse porque si no, el sudario blanco y la cruz del trono hubieran dado en su techo…

Hoy las cosas son distintas… pero de seguro que dentro de tres décadas los mozuelos que estas fechas rondan los seis o siete años podrán contar sus recuerdos de la Semana Santa que viven en 2018 con tanto amor como lo hago yo hoy.

 

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