POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
En la parte norte de la huerta de Ulea, entre el Salto de la Novia y el Henchidor, se encontraba ubicado el llamado molino maquilero, adquirido por el padre dominico, Fray Jesualdo María Miñano López, a mediados del siglo XIX, recién llegado de su misión pastoral en tierras filipinas.
En aquél paraje, el flujo de las aguas de la acequia mayor, era y es, superior al del resto de la acequia. En esa latitud, el cauce de dicha acequia, tenía una anchura de dos metros y una profundidad de metro y medio, por lo que el caudal, era idóneo para movilizar todas las maquinarias del molino y obtener una harina de excelente calidad.
Sin embargo, los bancales de la margen izquierda de dicha acequia, estaban mas elevados que el nivel del cauce de la misma; por lo que resultaba preciso atenerse a las Ordenanzas de la Huerta con el fin de que la acequia, tuviera los niveles de agua adecuados para conseguir regar esas fincas, elevando el agua a esos canales de conducción, por medio del embalse del agua en los rodeznos del molino, por el sistema de rafa; en los días y horas previamente establecidos.
Esta altura alcanzada por el agua, también llamada marco, era conseguida tras utilizar compuertas o tablachos, que llevaban unas marcas, señaladas con cincel, en el sillar colocado a la entrada de dichos canales de riego.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y, principios del siglo XX, se observaban todas estas normas, pero, con suma frecuencia, se producían perdidas de agua, a la que, los jueces sobre-acequieros hacían la vista gorda sobrepasando la señal que marcaba la altura del nivel del agua, que ocasionaba gran regolfo del agua qué, saltando los quijeros y bordillos de la acequia, regaba bancales de sus aledaños y, a veces, los inundaba. Esta artimaña, constituía una flagrante malicia: “El robo del agua”.
De estas fugas de agua, en las proximidades del molino harinero, tenemos constancia desde finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. A estas fugas clandestinas a veces consentidas o, al menos, las pasadas por alto, también eran llamabas robo flagrante de aguas que pertenecían al molinero o, a otros regantes.
El Juez sobre-acequiero era un huertano avezado en todas las artes del cultivo de las tierras, pero, a pesar de su pericia como agricultor, y conocedor de las leyes del agua, se trataba de una persona iletrada y por consiguiente, carecía de estudios.
Teniendo en cuenta qué, en dicha época, el índice de analfabetismo alcanzaba entre un 80 y un 85º; solamente se les exigía saber leer y escribir, así como sumar y restar. A pesar de su bajo nivel cultural, estos Jueces Sobre-acequieros, sabían “las Ordenanzas de la Huerta” y, además, eran expertos en albañilería huertana (quijeros, tablachos, compuertas, brazales, azarbes y azarbetas).
Cuando se presentaba una situación de conflicto, por presunto robo de agua, el Juez Sobre-acequiero, solicitaba la presencia de, al menos, tres testigos, con el fin de evitar rencillas entre uleanos de huertas colindantes; entre damnificados y causantes.
Al tratar de justificar que sus riegos habían sido legales por medio de la tanda correspondiente, el Sobre-acequiero demostraba si era cierto cuanto aducía o, por el contrario, había sido por el robo del agua, “mediante una rafa clandestina”, que era delatada por la pericia del Juez Sobre-acequiero, al comprobar el nivel alcanzado por el agua, en las paredes del regolfo del molino.
Las preguntas del Juez, las hacía bajo juramento personal sin ayuda de letrados y, casi siempre, se sacaba a la luz la verdad de los hechos. Los conocimientos de las Ordenanzas de la Huerta, eran suficientes para persuadir, tanto al inductor del robo, como al damnificado, para que llegaran a acuerdos éticos y, en raras ocasiones que eran muy conflictivas, precisaron del concurso de personas instruidas en leyes.
A pesar de la intervención del juez sobre-acequiero y sus testigos, algunos regantes no se avenían a razones y, entonces, recaían sobre ellos las sentencias y condenas prevenidas en Las Ordenanzas de la Huerta. Ante el empecinamiento en ocultar el delito de “robo del agua” sancionaban con condenas ejemplarizantes, con la finalidad de disuadir a quienes tuvieran la intención de usurpar el agua que correspondía a otros usuarios. Dicha sanción la imponía el Corregidor y, el montante de la misma era distribuido entre el denunciante, el Juez acequiero y el fondo para sufragar los gastos ocasionados.