POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es esta una sociedad necesitada de héroes más que de santos. Encerrada en un bucle de culpabilidad y desahogo, los paisanos, metidos en una mitificación incompresible, apenas trascienden a modelo alguno con que ejemplarizar una conducta nada halagüeña. Rodeados desde el más ancestral de los principios por mentes ávidas por extraer hasta la última migaja del excedente que fuera, pasamos por la vida entre personajes construidos desde la mitificación más absurda y pasteles embutidos en ese chantillí estomagante que todo lo tapa. Aquellos, divulgadores del más miserable de los servilismos, nos hacen dudar si una vez fuimos ciudadanos; si, en las colas de los colegios electorales, nunca hubo más que súbitos deseosos de recibir una sobra que los diferenciase del resto de ignaros sometidos. A la sombra del eterno privilegio detentado por una misérrima élite ancestral, incapaces de erradicarlo por bien del común, nos hemos conformado con rozar tangencialmente un pequeño ápice de aquel pastelón en manos de quienes llevan esclavizando sociedades durante milenios. Ora embutidos en togas y sotanas, ora en estilosos trajes de corbata estrecha y vestidos imposibles, aquellos detentadores del beneficio extraído del común han venido liberando una ínfima porción de todo aquello para introducir en la mente del estulte la idea de un privilegio democratizado.
Quizás, por ello, por el ansia de vestir la condenada corbata estrecha y la vaporosa gasa de seda cruda, de sentarse en sillones forrados de puro calicó, hemos desarrollado un gusto lamentable por quien se siente capaz de saltar sobre el privilegio en lugar de luchar juntos para eliminarlo. Amantes del valiente forajido, del atrevido galán que coje lo que quiere sin importarle las consecuencias, nuestras crónicas están repletas de insensatas anécdotas veneradas por el común bajo ingeniosos apodos de memorable recuerdo. Presentes en las viejas crónicas medievales, constatado en los relatos de Ibn Abdún a mediados del siglo XII y en las Siete Partidas de Alfonso X, durante casi dos milenios hemos sido un país de bandoleros, cuatreros, salteadores, matreros, malhechores y ladrones en general, sin importar el objeto de la actividad, ni el área específica, puesto que todo es susceptible de ser robado del mismo modo que todo es parte de algún privilegio. Entre Corocotta, Oñaz, Gamboa, Rocaguinarda, Juan Palomo, el Barbudo, el Tempranillo, los Siete Niños de Écija, el Pernales, el duque de Lerma, Strauss y Perle, Luis Roldán y las tramas de bandoleros electos y coronados que atiborran nuestro presente, resulta casi imposible escapar a una historia patria aderezada por trabuco y fajín, máscara y sonrisa ladina venerada.
Ahora bien, lo que realmente sorprende es el afán por proteger la memoria de aquellos que decidían romper el orden establecido para, situándose fuera de la ley, robar, saquear, asaltar y afanar hasta ya no poder más. En los años de beligerancia con el islam en la península, estos bandidos ensillados tuvieron tal impacto que lograron alcanzar la nobleza en el escalón más bajo y despreciado, el de la caballería villana. Desprovistos de título y prevenidos con el don sin din, tomaron el control de muchas de las ciudades fronterizas como, sin ir más lejos, la Segovia de mis entretelas. Así, pasando de campesinos destripaterrones a bandoleros a caballo de la guerra que fuera, los infanzones campeadores y caballeros castellanos, hidalgos aventureros, llenaron la mente de una masa social aplastada por un privilegio contra el que nada podían hacer. Y el ejemplo cundió, especialmente en los años de carestía o de desequilibrio brutal. En tiempos de guerras, pestes y señores en armas por este o aquel rey niño; en momentos de invasión, reforma o expansión de un privilegio apabullante.
En el caso del Real Sitio, la llegada de los Borbón y la compra forzada del bosque de Valsaín convirtió en privilegio todo aquello que había sido comunitario. Las maderas y los pastos, las aguas y los caminos, la caza y los frutos del bosque se tornaron en realengos, quedando como sustento exiguo para aquellos gañanes habitantes de barracón y ribera las sobras como las leñas muertas, la limpieza del bosque o el mantenimiento de las vocerías. Es por eso por lo que alguno de aquellos, cansado de no poder hacer lo que siempre hizo, marchó al río Valsaín y, cedazo en mano, sacó del cauce cuantas truchas pudo. Vendidas en los mercados del Azoguejo, vio con qué facilidad podía sacar tajada de aquella aceifa serrana y, ayudado por una delictiva partida, saqueó cualquier bodón que se preciara, hasta el punto de poner en peligro el disfrute del privilegio que había constituido la monarquía entre vado y remanso, poza y cascadilla a la sombra de los roquedales que rodean el valle de Valsaín.
Detenido en 1760 junto con otros dos de la partida furtiva de pescadores nocturnos, aquel alegre segoviano conocido por el apodo de “Ropasanta”, acabó condenado a varios meses de prisión por haberse atrevido a desplegar los esparaveles en las pozas del Anzolero, justo donde más gustaba Carlos III de echar los arreos.
Y este que suscribe, siempre con el ojo puesto en la trascendencia de lo insignificante, no tiene por menos que sorprenderse del acaso de un segoviano encarcelado por sacar comida de un río vedado para disfrute diletante de un monarca aburrido. Privilegiado desde entonces el recurso alimenticio, los vecinos de este Paraíso nos la hemos visto y deseado para hincar el diente en el lomo de la trucha que fuera, a pesar de bullir los meandros con miles de aquellos deliciosos congéneres producidos en la piscifactoría que una vez ideara Mariano de la Paz Graells en el Mar de los Jardines.
Después de todo, para el privilegiado sólo importa la defensa del privilegio, por atrabiliario e insensato que sea. No es de extrañar que idolatremos a quienes, pasándose el privilegio por el arco del infante, rompen con la veda y, sorteada la prohibición, explotan un recurso amortizado para el común.
Para nuestra desgracia, incapaces de aprehender el sentido de todo aquello, seguimos empecinados en ensalzar la proeza de Ropasanta, mientras el privilegio prevalece pasados los siglos, acotando ríos y praderas, pastos y cañadas; calles y empedrados; impuestos y servicios sociales; hospitales y centros educativos; residencias y porvenires. Encelados en la valentía del que rompe el cerril servilismo nos olvidamos de que, siendo todos Ropasanta, no habrá bodón que se nos resista ni privilegio que pueda esclavizar a paisano alguno.