¡SALUD Y ENSEÑANZA! • LA MUERTE DE LOS DOS ÚLTIMOS MAESTROS MURCIANOS DE LA REPÚBLICA DESEMPOLVA LA HISTORIA DE LOS CIENTOS DE DOCENTES ENCARCELADOS, DESTERRADOS DE LA REGIÓN O APARTADOS DE SUS AULAS POR EL ÚNICO ‘DELITO’ DE IMPARTIR SU MAGISTERIO
Jul 16 2017

POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA

Francisco Gallego, alumno del maestro Campuzano. / E. Botella

La historia la escriben los vencedores, pero el tiempo siempre da voz a los vencidos. Y esa voz desgarra entonces décadas de desprecio e injusticias, demenciales expedientes de depuración, insoportables destierros, terribles condenas a muerte y, acaso lo peor de todo, la silenciosa espera para volver a invocar la libertad. Para ello, como es el caso de los maestros murcianos de la Segunda República, fue necesario vivir lo suficiente. Resarcirse en años. Y eso lo disfrutaron los dos históricos republicanos que fallecieron hace unos días en la Región. En sus vidas, el saludo «¡Salud y República!» se hizo carne centenaria.

El primero de ellos fue el maestro José Castaño Sandoval, que falleció con 100 años el pasado 29 de junio, al que siguió José Antonio Campuzano López, de 103 años, el día 9 de este mes. Casualmente, esa misma jornada murió José Fuentes Yepes, con otro siglo de experiencias a cuestas y quien también enseñó durante toda su vida, sin ser profesor siquiera, valores de respeto, convivencia y democracia.

Los tres pudieron degustar qué se siente al decir lo que se piensa sin temer las consecuencias. Pero otros muchos no tuvieron tanta suerte. Un total de 242 profesores murcianos fueron procesados tras concluir la Guerra Civil (1936-1939) por sus ideas políticas. Uno de cada seis, si tenemos en cuenta que en 1935 había en la Región 1.274 docentes.

Entre los represaliados, 212 eran de Primaria, 18 de Secundaria y otros 12 universitarios. Las sentencias medias de prisión oscilaron entre los 6,2 y los 9,7 años. Dieciocho fueron condenados a muerte, aunque solo ejecutaron a la mitad. Solo. Estos datos, recabados por el exsenador e historiador Antonio Martínez Ovejero, esconden otra realidad olvidada: «El número y la proporción de maestras procesadas, casi el 16%, sólo es comparable al mismo porcentaje de trabajadoras de toda la industria (18%)».

Quienes más perdieron, desde luego, perdieron la vida. Como los tres catedráticos de la Escuela Normal de Magisterio que fueron fusilados: Javier Paulino Torres, también secretario general de Unión Republicana; Fernando Piñuela Romero, socialista y alcalde de Murcia; y Enrique Esbrí Fernández, diputado en las Constituyentes de 1931 por Jaén y asesinado en julio de 1936 mientras presidía un tribunal de oposiciones de Magisterio. O el maestro de Blanca Ricardo Ruiz Molina, militante del PSOE y el PCE, al que fusilaron con 33 años en 1942.

Existe cierto consenso entre los expertos para ensalzar el modelo educativo que estableció la Segunda República, cuya Constitución de 1931 no incluía un capítulo expreso, pero estableció una escuela pública, obligatoria, laica y mixta, además de garantizar la libertad de cátedra. Entretanto, a partir de mayo del mismo año comenzaron las misiones pedagógicas, cuyo objetivo era que la cultura alcanzara hasta las aldeas más perdidas. Estas reformas cautivaron al archenero José Antonio Campuzano López, quien ejerció como maestro a partir de 1934. Solo su pasión por la enseñanza podía rivalizar con su compromiso ideológico. Eso le valió un par de condenas y, lo más doloroso, la expulsión del magisterio tras la Guerra.

Pero él no se arredró. Fundó el colegio Andrés Manjón, que se mantendría abierto hasta la creación de un instituto de enseñanza media. En 1951 fue readmitido y en 1978 recibió la Orden Civil de Alfonso X El Sabio. Y la Medalla de Oro de la Ciudad de Xixona. Orgulloso de estas distinciones por su dedicación a la enseñanza, aún más lo estuvo de sus alumnos. Uno de ellos, Francisco Gallego, lo recuerda con lágrimas en los ojos. «No ha habido otro. Gracias a él aprobé las oposiciones. No hacía excepciones. Quería que todo el mundo estudiara, especialmente los más pobres». De igual forma ayudó a José Carbonell, a quien el maestro Campuzano, quien tanto disfrutaba leyendo a Miguel Hernández, enseñó «desde que yo tenía 9 años hasta que acabé la carrera». De maestro, por cierto. «El timbre de la clase no contaba». Rufina Campuzano, su hija, también destaca emocionada su «bondad, su respeto e integridad. Era tan serio en su profesión como cariñoso para la familia».

Las condenas no terminaban con la salida en libertad condicional. Lo habitual era que antes de abandonar la cárcel, las autoridades preguntaran por carta al alcalde de la localidad si tenía algún inconveniente en que el reo quedara libre. De no tenerlo, también debía autorizar su regreso a la ciudad, algo que en muchos casos no se permitía.

Alejar a los ‘rojos’ de sus antiguas aulas se articulaba con destierros, cuando menos, entre 100 y 150 kilómetros de sus destinos, distancias insalvables para la época. Y que quedara ahí la cosa. Porque la persecución se extendía incluso hasta prohibir la docencia en clases particulares o centros privados.

El maestro de Los Alcázares Francisco Chumilla, por ejemplo, después de sufrir dos años de prisión, se ganaba la vida impartiendo clases por los caseríos, actividad que pronto atrajo la atención de las autoridades franquistas. En una carta del jefe provincial del Servicio Español de Magisterio de Murcia (SEM), Ángel Fernández Picón, al gobernador civil, se le advertía de que permitirle a Chumillas esa tarea provocaba «el consiguiente perjuicio para la formación moral de los niños».

Prueba de ello era un informe del párroco del lugar, quien advertía de que «no asiste a ningún acto de culto católico, […] su conducta moral es pésima y altamente nociva para los niños». Así que se proponía «prohibirle que […] continúe dedicándose a la enseñanza privada».

Hubo otros para quienes no fue necesario informe alguno. No volverían a dar una clase en sus vidas. Eso le sucedió a José Martínez Serra. Pertenecía al grupo de maestros procedentes del plan de 1931 y de los cursillos de perfeccionamiento de 1936. De ahí que los llamaran ‘cursillistas del 36’.

Todos quedaron suspendidos de empleo y sueldo cuando terminó la guerra. Es más: se anularon las disposiciones administrativas republicanas realizadas con posterioridad al 18 de julio, fecha del alzamiento. Martínez Serra no recuperaría su título hasta cuatro décadas más tarde, en 1982, cuando se publicó la orden en el BOE. Pero falleció al día siguiente. «Un día antes lo llamó un compañero. Y le dijo: ‘¡Mañana volvemos a ser maestros!’. Quizá la emoción le costó la vida», recuerda su hijo, Antonio Martínez Ovejero.

El caso de José se sumó al de quienes perdieron su trabajo en la Dictadura. Ramón Jiménez Madrid, en un estudio titulado ‘La depuración de los maestros en Murcia, 1939-42, primeros papeles’, demostró que de los 1.214 docentes que había en la Región en 1935 fueron expedientados 920. Lo cierto es que todos, sospechosos o no, tenían que pasar ese trago. El resultado de aquella depuración arrojó un total de 68 (7,4%) profesores expulsados del Cuerpo de Magisterio, 177 (19,3%) inhabilitados para cargos de confianza, 50 (5,5 %), suspendidos temporalmente de empleo y sueldo y, un centenar (10,9%), trasladados forzosamente. En total, un 43,1% fueron sancionados de un modo u otro. De aquel sueño de una enseñanza libre apenas quedaron fotos ajadas, como la que inmortalizó junto a sus alumnos a José Rodríguez, profesor y luego alcalde republicano de Mazarrón.

En el primer grupo se encontraba el maestro José Castaño Sandoval, quien hoy tiene un colegio a su nombre en la ciudad de Murcia, pero tras acabar la Guerra se lo arrebataron todo. Durante cerca de 35 años, entre 1941 y 1975, se vio privado de su mayor pasión: la docencia.

El maestro Castaño durante un homenaje cuando cumplió cien años en el colegio que lleva su nombre en Murcia. / G. Carrión / AGM

Castaño pasó de ser profesor en 1938 en la escuela graduada de la plaza de la Paja, en el barrio de El Carmen, a ingresar en prisión en mayo del año siguiente, solo dos meses después de acabar la guerra. Y en junio lo condenaron a 30 años de reclusión. Los cargos: haber defendido la República y ocupar cargos en instituciones como el Comité Provincial y la Fundación Universitaria Escolar. Sus estudios fueron anulados, lo que le obligó, cuando salió en libertad dos años y medio más tarde, a buscarse la vida en diversas ocupaciones. Eso, sin contar aquella otra persecución más silenciosa. Por ejemplo, cuando solicitó el pasaporte para visitar a un hermano residente en el extranjero, en el reverso del documento alguien había escrito: ‘Elemento rojo peligroso’.

Castaño habría de esperar a que muriera el dictador en 1975 para ser readmitido en el cuerpo nacional junto a otros cinco murcianos. Hacía 36 años que no pisaba un aula. Y su particular venganza, aunque nunca fue un hombre de rencores, fue continuar impartiendo clases hasta 38 años después, cuando ya contaba 96 años. Solo abandonó tras una caída. En 1991 le pusieron el nombre a su amado colegio. Y el Consejo de Ministros le concedió la Medalla de Oro al Trabajo en 2007. De nuevo, la voz del vencido se elevó para defender la democracia mientras la antigua prisión provincial de Murcia, donde intentaron acallar sus sueños, se desmoronaba. Si algún resquemor atesoró solo fue el convencimiento de que, sin el franquismo, «España hoy sería otra». Su hija Victoria recuerda que «jamás guardó odio. Nunca le oí ni una palabra en ese sentido». Opinión que comparte Begoña García Retegui, destacada dirigente socialista, quien resalta «la pasión por la defensa de la convivencia, sin rencor alguno, y de la democracia en todos sus aspectos».

Similares valores defendió siempre Encarna Zorita, otra de las históricas maestras de aquel Plan del 31, quien también fue rehabilitada tras morir Franco. «Integraba una promoción brillante y jamás quisieron transmitir rencor», recuerda su hijo, José Salvador Fuentes Zorita, quien destaca el convencimiento de Encarna de que en una clase «no debe entrar la política ni la religión. Su objetivo era formar ciudadanos libres, que luego eligieran su camino».

Parecida biografía presenta la lorquina y escritora Pilar Barnés, cuyo ilustre nombre engalana una biblioteca y es considerada por muchos como la mejor maestra que ha ejercido en Lorca a lo largo de su historia.

El régimen empleó cuatro formas de extender la depuración. Mientras unos eran sometidos a consejos de guerra, en virtud del Código de Justicia Militar, otros eran expulsados o sancionados. Los expertos cifran en solo un 3% las absoluciones. En tercer lugar, también les fue de aplicación la ley de Responsabilidades Políticas. Estaba destinada a «quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja». Por último, por si algo faltaba, algunos fueron sometidos al Tribunal de la Masonería y el Comunismo. Era curioso: allí se juzgaba a miembros de los dos grupos, incompatibles en esencia. Pero se los fusilaba con el mismo odio.

Todos los maestros represaliados padecieron tres de las cuatro categorías. Por suerte, el atasco en los tribunales y la masificación en las cárceles favoreció la puesta en libertad de muchos. Como destaca el maestro y político Pedro Antonio Ríos, «nunca hablaban de la cárcel ni de sus sufrimientos. Han sido, pese a su edad, gente joven que recuperó el protagonismo social de los valores republicanos, saltando una generación. Otros murieron, por desgracia, en el anonimato».

Basta pensar que hubo entre 33.000 y 35.000 murcianos «no afectos» al régimen en manos, literalmente en tantos casos, de las autoridades. Y mientras algunos se enzarzaron en rellenar cientos de miles de páginas de expedientes de depuración, a muchos de aquellos represaliados solo les quedaron sus nutridas bibliotecas y el anhelo de que, algún día y así pasaran cien años, podrían volver a invocar la libertad de enseñanza por cuya defensa lo habían perdido todo.

Fuente: http://www.laverdad.es/

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