POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
En el tintero de la memoria de junio fluye el tiempo enredado entre las manos de nuestras abuelas, que nos contaban con paciencia las santas devociones de sus antepasados: “San Antonio bendito, búscame un novio, que venga derechito al matrimonio”. Hoy miro atrás con ojos de niño las imágenes que un tiempo modeló, sobre aquel prodigio que nos trajo la vida. «A la velá, a la velá, a la velá». Y desde la velá, la memoria sabe a bastones de caramelo que hacía Paco el dulcero. A los padres franciscanos del convento de San Antonio: Plácido, Diego, Mariano, Claudio, Martín, Francisco Miguel, Ambrosio, Alejandro, Constantino, Serafín, Gabriel de la Dolorosa, Fernando, Valentín y Alfonso. Me detengo en la figura del padre Claudio López que tanto luchó para que se construyera un colegio en el convento, con tres aulas para acoger cerca de doscientos alumnos, según proyecto del arquitecto valenciano Eugenio Gutiérrez Santos. Sin embargo, el colegio quedó en una ilusión al ser zozobrada por intereses contrapuestos.
Pasado San Antonio llega el verano, porque dicen que es cuando el sol se sube a los trópicos. También cuentan que cuando llegaba el solsticio, los hombres, desde hace siglos, conmemoraban la fiesta del sol. Y dicen también que el verano es época para celebrar y hacer fiestas. Así, en esta medida del tiempo y su compás, se van las fiestas de San Juan y en apenas tres días llegan las de San Pedro para echar el cierre a estos días de latigazos calurosos y cielos despejados. Días amplios, largos, con mucha luz; tanta luz que duplican a los del oscuro diciembre. Junio, a finales de mes, en su despedida dará paso a julio para traernos noches de insomnio, tardes de siesta, de picadillo y gazpacho. De penumbra, sosiego, silencio y calma que procuraban las persianas bajadas de tablillas ligeras, que impedían que entrara la flama, hasta que eran izadas cuando vencía la tarde, dejando paso al bendito aire que traían las primeras bocanadas del atardecer, cuando el sol se ponía, aliviándonos de la acritud y aspereza del solano.