
POR MARÍA DEL CARMEN CALDERÓN BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CABEZA LA VACA (BADAJOZ)

Hoy es símbolo de fe, resiliencia y redención, siendo su vida testimonio de cómo un joven aristócrata, esclavizado por salvajes, eligió el perdón y el servicio por encima del odio.
Quien crea que el Día de San Patricio es sólo una excusa para empinar el codo con cerveza verde y ondear tréboles como si fueran banderas, no ha entendido absolutamente nada, ni de la historia, ni del personaje; y, mucho menos del lugar, porque Irlanda, en tiempos del joven Patricio, era cualquier cosa menos un cuento de hadas con gaitas y duendes.
Irlanda era tierra de bárbaros duros, de sacrificios humanos y de dioses con más hambre que piedad y allí, precisamente allí, se metió este galés con alma de legionario y corazón de misionero. El docudrama I Am Patrick, estrenado en cines americanos en pleno Día de San Patricio, no viene a contar cuentos de hadas, sino a desenmascarar leyendas con incienso y devolvernos al hombre real, que era un muchacho de cuna romana, raptado a los 16 años por piratas irlandeses y que pasó de vivir entre muros señoriales a pastorear ovejas desnudo bajo la lluvia. A Patricio lo esclavizaron, lo humillaron, lo rompieron… y él, lejos de pudrirse en el rencor, volvió años después para convertir a sus verdugos. Sin ejército, sin venganza, sólo con la fe. En el cine Lo interpretan dos hombres: el joven Seán T. Ó Meallaigh y un veterano John Rhys-Davies, ese rostro curtido que muchos aún recuerdan como el enano Gimli o el compañero de Indiana Jones. Pero aquí es otra cosa. Aquí es un anciano de mirada firme y voz de trueno que recuerda al espectador que, aunque lo llamen santo, fue antes prisionero, pastor, proscrito; y que, cuando volvió a Irlanda, lo hizo jugándose la vida cada día, sabiendo que una palabra mal dicha podía costarle la cabeza… aunque nunca su alma. El director Jarrod Anderson ha hecho los deberes, ha leído historiografía en crónicas e investigaciones, ha escarbado en las ruinas de la Britania que se desmoronaba, ha hablado con historiadores, sacerdotes y académicos. También ha leído las palabras del propio Patricio, su Confesión y su carta a los soldados de Corotico, donde arremete contra la esclavitud y el abuso sexual como si fuera un activista moderno. Porque lo era ya en el siglo V. El resultado es una película sobria, casi litúrgica, que respira entre paisajes lluviosos y textos dictados con pausa, como si cada frase hubiera sido escrita mojando la pluma en tinta espesa, obligando al pensamiento a ir más lento, más profundo. Rhys-Davies lo dice claro. Patricio no fue un adorno de calendario ni un predicador de salón. Fue un hombre endurecido por el frío, marcado por la pérdida, que encendió fuegos prohibidos en colinas druidas y convirtió un rincón salvaje del mundo en un faro de sabiduría durante las llamadas “Eras Oscuras”. Irlanda, gracias a él y a los monjes que lo siguieron, se convirtió en la biblioteca del fin del mundo, cuando el resto de Europa ardía en su propia barbarie. El productor, Gordon Robertson, lo resume con una mezcla de respeto y asombro: “Predicaba donde nadie conocía a Dios. Volvió a los que lo esclavizaron para salvarlos. Lo suyo no era una pose; era sangre, fe y coraje.” Así que, antes de brindar con pinta en mano y gorrito de leprechaun, tal vez convendría recordar que el verdadero San Patricio no celebraba su día. Lo combatía. Con el frío en los huesos, la oración en los labios y un fuego —prohibido, sí— encendido en lo alto de una colina. El fuego de la fe. El esclavo que conquistó Irlanda sin espada Se llamaba Maewyn Succat y nació a finales del siglo IV, c. 385, en la Britania romana, posiblemente en lo que hoy es Gales, Escocia o Inglaterra; y muere el día 17 de marzo del 461, probablemente en Saul, Irlanda. Nació en el seno de una familia cristiana romana acomodada y su padre era diácono y funcionario del Imperio, lo cual le garantizaba una vida sin muchas penurias. Pero a los 16 años, todo cambió porque un grupo de piratas irlandeses lo captura y vende como esclavo, destinándolo al duro oficio de pastor en las colinas frías y solitarias del norte de Irlanda. Allí, entre el hambre, el frío y la soledad, Patricio se aferró a la oración. Fue en ese tiempo de esclavitud cuando se forjó su fe. Patricio no se quebró, se transformó; y, según sus propias palabras, en esos años rezaba cientos de veces al día. Tras seis años de cautiverio, tuvo una visión en la que Dios le anunciaba su liberación. Escapó, caminó kilómetros hasta llegar a la costa, se embarcó de regreso a su hogar y se reunió con su familia. Pero lo que podría haber sido un final feliz fue apenas el comienzo. Otra visión lo llamaba de nuevo a Irlanda, así que debía volver, no como esclavo, sino como misionero. Sacerdocio y misión Estudió y se hizo sacerdote, después se ordenó obispo y, con el apoyo papal, regresó a la tierra que lo había esclavizado, dispuesto a convertir a sus antiguos captores. Su misión en Irlanda no fue tarea fácil. Irlanda era una tierra profundamente pagana, dominada por druidas, tribus guerreras y rituales ancestrales. Sin embargo, Patricio se ganó la confianza de muchos líderes locales, evangelizó a miles y construyó iglesias, monasterios y escuelas. Utilizó símbolos celtas, como el trébol, para explicar la Trinidad y adaptó elementos de la cultura local para enseñar el cristianismo. Los símbolos celtas los encontramos también en el Camino de Santiago, una muestra de la difusión de las misiones cristianas. Su labor fue tan efectiva que, en pocas generaciones, Irlanda pasó de ser una isla bárbara a un bastión del cristianismo, que más adelante ayudaría a preservar y difundir la cultura grecorromana durante los siglos oscuros en Europa. Sigue siendo bastión del cristianismo, siempre enfrentada al protestantismo de UK. Serpientes A San Patricio se le asocia una famosa leyenda que dice que expulsó a todas las serpientes de Irlanda. Sin embargo, esta historia es más simbólica que literal, ya que en realidad nunca existieron serpientes en la isla. La explicación científica es que, tras la última glaciación, Irlanda quedó aislada del resto de las islas británicas antes de que esos reptiles pudieran establecerse allí de forma natural. El significado real vendría a ser la lucha del que a la postre fuera santo contra el mal, pues en la iconografía cristiana la serpiente suele representar el mal, una serpiente tentó a Eva, la Inmaculada pisa la cabeza de una serpiente, que no es la representación del ofidio sino que el oficio ha pasado a ser en la iconografía la representación del mal, lo mismo que otros animales encarnan otros conceptos. Dos Patricios En la maraña de leyendas, cronistas con más pluma que rigor y santos que parecen sacados de novelas de caballería, hay un detalle que suele pasarse por alto cuando se habla de San Patricio y esto es que puede que no fuera el primero en plantar la cruz en tierras irlandesas. De hecho, puede que ni siquiera fuera el primer «Patricio». La historiografía, escarbando entre manuscritos empolvados y ruinas romanas mientras se oyen murmuyos, en latín nos advierte de una confusión no menor. Antes del famoso Patricio de las serpientes y los tréboles objeto de estas líneas, hubo otro: Paladio, obispo enviado por el papa Celestino I, allá por el año 431, con la encomienda de atender a los ya cristianos que asomaban tímidamente en la verde Irlanda. Paladio, que también fue llamado Patricius en ciertos círculos clericales, dejó tras de sí una estela de duda, iglesias primitivas y cierta competencia involuntaria con el que se llevaría todos los créditos. El irlandés T. F. O’Rahilly, con precisión detectivesca, se atrevió a plantear lo que llamó “la teoría de los dos Patricios”, sugiriendo que buena parte de los laureles colgados al cuello del San Patricio oficial podrían, en realidad, pertenecerían a Paladio. Aquel fue un hombre serio, metódico, destinado a sostener la fe de los que ya creían, no a convertir druidas con rayos y centellas. Mientras tanto, otros nombres, como el de San Ciarán de Saigir —otro obispo de los que no salen en postales— y figuras como Secundino, Auxilio e Isernino, desfilaban por los campos del sur irlandés levantando iglesias en las sombras del poder tribal. Paladio y su séquito frecuentaban los territorios de reyes, instalando iglesias cerca de coronaciones y centros de poder, como quien sabe bien dónde se cuece el futuro. No fueron misioneros épicos, de esos que se enfrentan a paganos en batallas celestiales, sino funcionarios del Espíritu, enviados no tanto a encender fuegos nuevos, como a evitar que los pelagianos, una herejía molesta, echaran raíces en suelo irlandés. Nada de conquistas con bastón y evangelio sino que se trataba de administración eclesiástica, discreta y práctica. Y así, mientras San Patricio se convertía en leyenda, con sus serpientes imaginarias pero que venían a representar el triunfo sobre el mal; y con sus fuegos rituales, Paladio y los suyos quedaban como meras notas a pie de página, empequeñecidos. El relato oficial es caprichoso y la Historia, como los buenos vinos, es cosa de paciencia y de paladar fino. San Patricio recibe apoyo del arcángel Fue un tiempo de sombras, de hombres arrodillados ante piedras, árboles retorcidos y dioses con forma de bestias. Irlanda, aún virgen para el Imperio y feroz en sus creencias, era una tierra que hablaba con los muertos y les ofrecía sacrificios. A ese paisaje fue al que llegó Patricio, no como un general con espada al cinto, sino como un guerrero del alma, armado sólo con una cruz, un libro y una fe que no conocía el miedo. Dicen -porque de estas cosas siempre se dice mucho y se prueba poco- que enfrentó a los druidas en su propio terreno, que hizo trizas sus ídolos y desafió a sus espíritus sin temblar. Se dice que levantó los brazos al cielo y no rezó, sino que ordenó, como quien ha hablado ya con lo más Alto. Y que entonces, la montaña tembló. Apareció, según cuenta la tradición recogida por los monjes, -aquellos cronistas de lo imposible-, una milicia de luz en las alturas. A la cabeza, San Miguel, espada en mano y mirada de fuego. Se enfrentaron, -según las leyendas-, a los demonios del viejo culto, empujándolos hacia los riscos del suroeste, hasta confinarlos en un peñasco solitario en medio del Atlántico, donde ya no podrían volver a tentar a los hombres con promesas manchadas de sangre, fuego y oscuridad. Aquel peñasco, llamado Skellig Michael, quedó marcado y, años después, en el 588, sobre su piedra escarpada y barrida por el viento salino, algunos monjes decidieron levantar un monasterio, pero no uno cualquiera sino un baluarte espiritual en el fin del mundo, donde la fe era más resistente que el granito. Se accedía al sitio por una escalera de casi trescientos peldaños tallados en la propia roca, lo que constituía como una especie; y durante siglos, fue un faro de oración y silencio, mientras las olas rompían sin tregua contra sus duros muros. Allí, donde antaño lucharon ángeles y demonios, los hombres rezaron durante más de seis siglos. Y si es cierto o no la batalla del ejército celestial, eso ya no importa mucho, lo que queda es la “historia” o la leyenda en este caso, la tradición oral; y, a veces la Historia, porque una tradición oral bien contada y bien transmitida, fiel a los hechos, es más científica que relatos construidos sobre hechos presenciales. Legado Murió Patricio un 17 de marzo del 461 y, con el paso del tiempo, ese día se convirtió en su fiesta reconocida por la Iglesia. En Irlanda lo veneran como apóstol nacional. Las dos únicas obras auténticas que se conservan de él son la Confesión, que es su autobiografía espiritual; y la Carta a los soldados de Corotico, donde denuncia la esclavitud y el maltrato a los convertidos al cristianismo. Hoy, San Patricio es símbolo de fe, resiliencia y redención, siendo su vida testimonio de cómo un joven aristócrata, esclavizado por salvajes, eligió el perdón y el servicio por encima del odio. Y así, sin más armas que su fe, cambió el destino de una nación entera e influyó en el resto del mundo. El Día de San Patricio es una festividad que celebra la herencia y cultura irlandesa en todo el mundo. |
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