POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Dicen que hemos progresado mucho en estos años de la transición. Creo que si. En casi todo. Pero hay temas que nos devuelven a las cavernas. Uno de ellos es el asesinato de mujeres a manos de sus “compañeros sentimentales”. Término que ahora suena mejor que marido, palabra rara. O novio, que resulta casi del paleolítico. A mi el nombre que se le ponga al asesino me importa un bledo. Lo que me importa es saber qué se esconde en esas cabezas primitivas que son capaces de matar a su Santa porque dejaron de quererlos en alguna curva del camino que empezaron juntos. Eso es lo que cuenta. Porque, desde la razón, resulta impensable que estos salvajes prefieran quitarse la vida, dar con sus huesos en la cárcel, o padecer la vergüenza de ser señalados de por vida como animales, a dejar ir a quien ya no los quiere cerca. Por lo que sea.
Es cierto que las relaciones amorosas son asientos inestables, aunque tengan más de dos patas casi siempre. Que los hijos, o mejor dicho, la utilización de los hijos como moneda de cambio en el odio conyugal, cuentan mucho. Porque un hijo es palabra mayor: si te lo roban sin motivos, no es fácil la pasividad. Pero, por lo que sabemos, la mayoría de crímenes contra mujeres no se deben a eso. Se deben, creo, a que estos machotes, los menos de su género por fortuna, no soportan que les abandone la parienta. Lo cual no es sino el símbolo de su inmensa debilidad. De su incapacidad para vivir su propia vida; ellos, que son unas bestias cobardes, valen tan poco solos que si se les escapa la sufridora que los aguanta, se sienten perdidos. Aparte está el orgullo ancestral de ser hombre. Porque un hombre, para los rancios, es mucho más que esa “cosa de tan poco ser”, termino con el que definió a la mujer Fray Luis de León. Dios lo perdone. Pero resulta que el bueno de Fray Luis se murió hace mucho, y su “Perfecta Casada” está mas enterrada que la momia de Tutankamón, se supone. Y digo se supone, porque no es cierto. Hoy el mito de la perfecta casada sigue vigente en la mente de algunos. Por eso las matan. Porque han dejado de ser tan perfectas, y tan tontas, como quería este fraile. Y porque algunas prefieren arriesgar la vida a entregarla al ser primitivo que se encontraron un día en la calle; aquel galán que entonces les juró amor eterno y que luego las mata a palos o indiferencia. Hasta que se hartan de vivir sin vivir en ellas, que diría la Santa de Ávila, y le dan puerta a su compañero de cama, aunque sepan que las perseguirá hasta su escondite. Y que acaso un día las encontrará.
Sé que se intenta solucionar este problema desde todos los gobiernos, sobre todo con medios económicos. Pero yo creo que para arrinconar a estos salvajes es más útil la astucia que el dinero. O sea, hay que ir por delante de sus cuchillos matanceros. Creo que se precisan inteligencias agudas, capaces de adentrase en el proceso social que fabrica maltratadores. Porque estos asesinos no nacen por generación espontánea. A los que derraman la sangre de las mujeres los hemos criado nosotros; los hemos alimentado en caldos de cultivo que favorecen su violencia; los amamantamos con unas televisiones ordinarias. Hemos dejado que los críen padres inmaduros, incapaces de dar ejemplo. Y los mandamos a educar a escuelas que les desorientan. Porque en muchos centros les cuentan a las diez, en el aula, que la libertad y la responsabilidad son importantes. Pero a las once, en pasillos o recreos, juegan a ser simios asilvestrados. Si los pillan en un acto de violencia, casi nunca reciben el castigo que merecen. Creo que se les consiente todo porque, en el fondo, pensamos de ellos lo mismo que Fray Luis de la mujer, que son “cosas de tan poco ser”. Por eso, yo he visto, en los institutos se prohíbe a un adolescente salir a la calle a comprar un bocata. Pero cuando llega el vierne- noche, sus padres carecen de autoridad para evitar que vuelva ebrio a las tantas. Así, pasa lo que pasa, que un día el claval empieza dando un empujón a la coleguilla, y otro acaba matando a una mujer que cree es suya. ¡Qué mal lo estamos haciendo y cómo nos mancha a todos tanta sangre de mujer¡ Eso dice mi papelera, que esta muerta de tristeza.