POR ANTONIO RAMIRO CHICO, CRONISTA OFICIAL DE GUADALUPE (CÁCERES).
1. María, madre y maestra
María, como madre del Salvador fue iluminada desde el mismo instante de su concepción, al anunciar un ángel del Señor a sus padres simultáneamente, que sus ruegos habían sido escuchados y que concebirían un hijo, tal como se recoge en el Protoevangelio de Santiago, escrito probablemente hacia el año 150 y que el arte ha representado, magníficamente, con el conocido abrazo de san Joaquín y santa Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén, cuya escena está contenida en el Anuncio del nacimiento de María en el mismo Camarín de Nuestra Señora de Guadalupe.
La originalidad y la maestría del pintor napolitano, Luca Giordano, recrea en nueve lienzos la vida de la Virgen María, que comienza con el Anunció del Nacimiento de María, presentando en primer plano, la figura turbada de Joaquín ante el ángel, cuyos brazos indican la dirección de ese encuentro de gracia de los esposos, mientras en la parte superior, sobre un difuso fondo se dibujan las figuras de ambos que ascienden hacia el templo[1].
“No tengas miedo, Ana, ni creas que es un fantasma lo que tienes a tu vista. Soy el ángel que presentó vuestras oraciones y limosnas ante el acatamiento de Dios. Ahora acabo de ser enviado a vosotros para anunciaros el nacimiento de una hija cuyo nombre será María y que ha de ser bendita entre todas las mujeres. Desde el momento mismo de nacer rebosará en ella la gracia del Señor…Levántate, pues, sube a Jerusalén. Y cuando llegues a aquella puerta que llaman Aurea por estar dorada, encontrarás allí, en confirmación de lo que digo, a tu marido, por cuya salud estás acongojada. Ten, pues, seguro, cuando tuvieren cumplimiento estas cosas, que el contenido de mi mensaje se realizará sin duda alguna”.[2]
Ana, era natural de Belén y prometió si Dios le daba un hijo dedicarle al servicio de Dios. Pasados los nueve meses, dio a luz a una niña a la que llamó Miriam (María), tal como le había anunciado el ángel. En esta escena, del Nacimiento de la Virgen, Luca Giordano la presenta en dos planos: en el primero, María recién nacida está sobre los brazos robustos de una matrona que aparece de espaldas y sentada, rodeada de otras cuatro jóvenes que la auxilian, de las que tres de ellas marcan una línea ascendente en paralelo con el plano superior que inicia san Joaquín, que de píe contempla la escena y que finaliza con santa Ana incorporada sobre un alto lecho, a la que asisten dos doncellas. La luz una vez más irrumpe entre oscuros nubarrones y tras iluminar a santa Ana cae de lleno sobre la humanidad de la criatura. Compositivamente la escena es aparentemente simple, aunque tiene la virtud de permitirnos apreciarla de una sola mirada, incluso en sus pequeños detalles, como es la presencia de un gato, cuya presencia humaniza aun más la escena.
“Dios es verdaderamente vengador del delito, más no de la naturaleza. Y por eso, cuando tiene a bien cerrar la matriz, lo hace para poder abrirla de una manera más admirable y para que quede bien claro que la prole no es fruto de la pasión, sino de la liberalidad divina”. (Caps. III-IV del L.N.M.)
Al cumplir los tres años, y por tanto acabado el periodo de lactancia materna, Joaquín y Ana llevaron a María al templo para que fuera allí educada con las demás doncellas. La bienaventurada Virgen María mientras su padres estaban entretenidos en cambiar sus vestidos de viajes por otros más limpios y curiosos comenzó por si sola su primera peregrinación, subiendo los quince peldaños hasta la entrada del templo para cumplir con el sacrificio prescrito por la Ley, tal como se puede contemplar en la tercera escena de la vida de la Virgen, la presentación de Nuestra Señora en el templo de Luca Giordano, en la que destaca esa línea ascendente de María subiendo las gradas del templo hasta llegar a la reverente figura del sumo sacerdote, que sale a su encuentro. Esa misma línea diagonal en paralelo a la principal la proyectan también tres personajes que acompañan la escena, un hombre y dos mujeres, portando la primera un cesto con un pichón, cumpliendo así la Ley del Señor, todo ello envuelto sobre cromáticas nubes, que buscan ese efecto pictórico entre el plano espiritual y terrenal, y que el italiano tan sabiamente utilizó en toda la serie de la vida de la Virgen, quizás consciente de que la luz que penetra en esta antesala del cielo, penetra únicamente por la linterna del lucernario.
Aquí inició la gloriosa Virgen María su verdadero camino como Madre del Señor y de todos los hombres.
“Y cuando estaban entretenidos… la Virgen del Señor se fue subiendo una a una todas las gradas, sin que nadie le diera la mano para levantarla y guiarla, de manera, que, por lo menos en este punto, nadie podría decirle que le faltaba gravedad propia de edad madura…” (Cap. VI del L.N.M.)
Ese camino de peregrinación le va madurando la Virgen hasta que cumplió los 14 años, cuando el sumo sacerdote hacía volver a sus casas a las doncellas que vivían en el templo con el fin de que contrajeran matrimonio. María de nuevo, sigue los designios de Altísimo y se niega a volver a su casa, alegando su consagración a Dios, manifestando así su voluntad y la de sus padres, respetando el voto de virginidad que había hecho al Señor. Dichos desposorios se exhiben frente a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, en los que el Giordano ha sido fiel a los hechos fundamentales del texto, mostrando a José con la vara florecida sobre la que reposa el espíritu del Señor en forma de paloma, extendiendo su mano hacia María en presencia del sumo sacerdote, y como un testigo más de dicha escena, el napolitano se asoma con sus antiparras en su propio autorretrato.
“De acuerdo, pues, con esta profecía (Isaías) mando que todos los varones pertenecientes a la casa y familia de David, aptos para el matrimonio y no casados, llevaran sendas varas de altar. Y dijo que el dueño de la vara que, una vez depositada, hiciera germinar una flor y en cuyo ápice se posará el Espíritu del Señor en forma de paloma, sería el designado por custodio y esposo de la Virgen…” (Caps. VII-VIII del L.N.M.)
Desposada la Virgen su camino no se desvió y recogida en su humilde oratorio particular, al sexto mes la visitó el ángel Gabriel inundando la estancia con un fulgor extraordinario para anunciarle su maternidad divina. La Virgen, no se asustó por la visión del ángel ni quedó aturdida por la magnitud del resplandor sino que se recogió sobre sí misma y aceptó la gracia derramada por el Espíritu Santo. Ese recogimiento el napolitano le ha envuelto sobre un manto azul cielo en el que apenas se deja ver el color purpura de su vestido. Arrodillada sobre su oratorio el ángel Gabriel genuflecto, sobre arrebol de nubes, le ofrece con su diestra la vara de azucenas, símbolo de su pureza, mientras con la siniestra indica la fuerza del Altísimo que desciende en forma de paloma a través de un perfecto rompimiento de gloria que inunda con su gracia a María, en cuya base hace depositar un jarrón con rosas blancas, recordando así los misterios gozosos del rosario.
Llena de gracia, María prosigue su camino de peregrinación, en busca de su prima Isabel para felicitarla por haber concebido en su vejez, tal como le había anunciado el ángel, momento en que entonó el canto sublime del Magníficat alabando a Dios tras subir las montañas de Ain Karin (Karen) y poder servir así a su pariente Isabel en casa de Zacarías, tal como recoge el Evangelio de San Lucas (Luc. 1,39-46) y las antiguas liturgias de la iglesia. Para ello, Luca Giordano sigue la misma línea compositiva de los demás lienzos presentando la Visitación con esas rotundas y oscuras nubes orladas de reflejos dorados, encumbradas en la parte superior de cada lienzo y esas elegantes y sólidas arquitecturas, con las que logra ese doble efecto, profundidad y realismo, que se hace evidente en los primeros peldaños del pórtico, cuya línea ascendente nos lleva hasta la figura maternal de santa Isabel, que sale al encuentro de la Madre del Señor, cuyo saludo proclama la humildad de María, como así se pone de manifiesto en los demás personajes y animales que siguen expectante el acontecimiento.
“Proclama mi alma a la grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava, y por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es Santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc. 1, 46-50).
El contexto de la espiritualidad española de la contrarreforma y la nueva plástica de la corriente barroca van a potenciar las escenas de la vida de la Virgen relacionadas con la infancia de Jesús, ajenas incluso a los mismos apócrifos, aunque de los viejos relatos de la Huida a Egipto quedó el detalle de la palmera, que alivió la fatiga de María causada por la canícula del desierto y alimentó con sus frutos a la familia de Nazaret. Giordano que sigue en esta escena a los grabados de Martín Schongaüer y Durero presenta a la Virgen con el Niño montada sobre el asno, mientras encima y al fondo se divisa la palmera. En ésta de Guadalupe, san José acompaña a María siguiendo los pasos que marca el ángel que tira del ronzal del animal hacia la orilla del río, de contrapunto otro ángel de mayor estatura parece sujetar a la Virgen por el otro lado, siguiendo las acostumbradas reiteraciones temáticas del napolitano.
“Su sombra alivió la fatiga de María causada por la canícula del desierto; su fruto mitigaría el hambre; de sus raíces brotarían raudales de agua cristalina. Por todo ello la bendijo Jesús e hizo que sus ángeles trasportaran una de sus ramas para plantarla en el jardín del paraíso” (Evangelio del Pseudo Mateo, Caps. XX-XXI).
En frente, y a mano izquierda de la entrada del Camarín de Nuestra Señora de Guadalupe queda la escena de la Sagrada Familia, premonitoria de la pasión de Cristo, que María vive como madre y maestra, en un ambiente intimista que Giordano recrea con sencillez compositiva, utilizando una cortina recogida a la altura del arco, mientras que José muestra a María la cruz que sostiene un ángel sobre el banco. María por su parte medita con alegría, mientras tiene sobre su regazo a Jesús, aceptando con dolor la voluntad del Padre, cuando Jesús se dispone a coger con su diestra la corona de espina que le ofrecen los dos angelitos. En la quietud de la escena familiar, en primer plano, aparecen las herramientas del carpintero y la figura de un gato, que ya utilizó también el napolitano en la contemplación del nacimiento de la Virgen, como muestra de esa humanidad que Cristo abrazó al ser concebido dentro del vientre de su madre, la Virgen María.
Antes de entrar a la edícula o trono de Nuestra Señora de Guadalupe, el visitante debe detenerse en la última escena de la vida de la Madre de Dios, la Asunción de María, en la que Luca Giordano seguirá los pasos que narraron los apócrifos asuncionistas, dotando a su composición de un intenso dinamismo, desde la propia base del sepulcro vacío, contemplado por varios apóstoles e inundado de rosas que perfuman todo el ambiente, mientras otros elevan su mirada hacia lo alto para contemplar a María, que es elevada en cuerpo y alma en un arrebol de nubes por ángeles y querubines. Envuelta sobre su manto azul cielo, la Virgen abre sus brazos de par en par y fija su mirada hacia lo alto, donde la contemplan la Santísima Trinidad, como madre y maestra de toda la humanidad.
“Cuando lo miré y contemplé su belleza, la alegría desbordó mi alma, sabiéndome indigna de un Hijo así. Cuando consideré los lugares en los que, como sabía a través de los profetas, sus manos y pies serían perforados en la crucifixión, mis ojos se llenaron de lágrimas y se me partió el corazón de tristeza. Mi hijo miró a mis ojos llorosos y se entristeció casi hasta morir. Pero al contemplar su divino poder, me consolé de nuevo, dándome cuenta de que esto era lo que él quería y, por ello, como era lo correcto, conformé toda mi voluntad a la suya. Así, mi alegría siempre se mezclaba con el dolor” (Revelaciones de Santa Brígida, cap. 10).
“Nosotros, pues, los apóstoles, al contemplar el repentino y venerable traslado del santo cuerpo de María, dimos gloria a Dios que nos manifestó sus maravillas acerca del tránsito de la madre de nuestro Señor Jesucristo” (Libro de San Juan Evangelista, c. 50).
Por tanto, toda evangelización está siempre precedida por la intervención materna de María. Quién como Ella puede revelar a Jesús ¿No fue en sus manos que el mundo, pastores y reyes magos encontraron a Jesús? ¿No es Ella quien presenta a Cristo al Mundo? ¿No es Ella quien como Maestra y testigo singular revela a la Iglesia naciente los misterios de Cristo?[3].
El papa Pablo VI nos dijo que el hombre moderno escucha más a quien testifica con su vida que al que enseña con palabras, y si llegase a escuchar a maestros, sería solo si son testigos. Es por ello que la figura de la Virgen María ilumina la misión evangelizadora. Ella es evangelizadora porque es evangelio vivido, modelo real que el evangelizador puede presentar al hombre al que propone la palabra salvadora como la más alta realización del mensaje cristiano.