POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE GUADALAJARA
La iglesia de Sauca es cada vez más conocida y admirada. Realmente lo merece. No solo por su estampa, por su completa y perfecta arquitectura, sino sobre todo por los elementos iconográficos (clérigos medievales, monstruos, grifos, arcángeles y otras especies del sueño) que pueblan sus capiteles.
La iglesia románica
La pequeña villa de Sauca, que se encuentra alzada en la paramera de la serranía del Ducado, perteneció desde la reconquista a la Tierra y Común de Medinaceli, y siglos adelante quedó incluido en los estados extensísimos del ducado de Medinaceli, tenido por la familia de los La Cerda, en la que se mantuvo hasta el siglo XIX.
De su patrimonio destaca la iglesia parroquial, obra arquitectónica del estilo románico rural, levantada en el siglo XII en sus finales o principios del XIII, poco después de la definitiva repoblación de la zona. Consta de un edificio con gran espadaña sobre el muro de poniente, con un par de grandes vanos para las campanas, y un remate de airoso campanil, todo en rojizo sillar construido. El alero del templo está sostenido por múltiples canecillos y modillones tallados. El interior, de una sola nave, modificado en siglos posteriores, no ofrece tampoco nada de interés, excepto la primitiva pila bautismal, también románica del siglo XII.
Lo más destacable de esta iglesia es su gran atrio porticado, que se abre en los muros del sur y del poniente del templo. El principal acceso lo tiene al sur, a través de un arco en la galería que da acceso al amplio espacio donde, en la Edad Media, se celebrarían las reuniones del Concejo. A cada lado de este arco de ingreso se abren cinco vanos cobijados por arcos adovelados semicirculares, que apoyan en columnillas pareadas rematadas en bellos capiteles bien tallados. El cimacio de los capiteles se continúa sobre el muro esquinero del atrio, a modo de imposta, para enlazar con la arcada del ala de poniente, en la que se abren un total de seis vanos, uno de ellos más alto, que servía de ingreso, y los otros sustentados en columnillas también pareadas y capiteles. Aparte del valor arquitectónico que posee este templo, son de destacar al visitante y aficionado a este estilo la magnífica colección de capiteles que forman en su galería porticada.
Predomina en el conjunto la decoración vegetal, a base de grandes hojas de palma, cardos estilizados, hojas de acanto, etc., pero todas ellas diferentes, e incluyendo entre sus conjuntos, algunas veces, pequeñas cabecitas humanas o animales. Un capitel muestra borrosa escena con un arcángel que empuña un bastón crucífero. Quizás San Miguel, jefe de las escuadras celestiales. Y otro capitel, el que remata la columna pareada que escolta, en su lado izquierdo, la puerta de ingreso al ala meridional del atrio, muestra por uno de sus lados un par de figuras sacerdotales, cubiertas de ropajes (la armilausa) típicamente visigodos, como calcados de viejos pergaminos miniados, y por el otro lado deja ver una rudimentaria Anunciación en que el Arcángel Gabriel saluda a María, con libro en la mano, y puesta en pie; aún se muestra en este grupo escultórico un par de animales monstruosos enfrentados, (un grifo y un león), animales que durante el Medievo aparecen en lucha, como significando la del Bien y el Mal entre los hombres.
El capitel de los monstruos
En la galería porticada que da al sur, en la iglesia de Sauca, podemos contemplar algunos capiteles tallados y emparejados, sencillos y misteriosos. Con el defecto de los siglos sobre su superficie, parecen sin embargo que siguen hablándonos. Uno de ellos nos ofrece imagen de la Anunciación, y otro una pareja de eclesiásticos antañones. Quizás el mejor de todos sea el que muestra un par de animales monstruosos enfrentados, un grifo y un león, animales que durante el Medievo aparecen en lucha, como significando la del Bien y el Mal entre los hombres. Los modelos de todos ellos son muy arcaicos, lo que nos deja evidencia de que, aún en el siglo XII, los tallistas románicos copiaban modelos de antiguos códices miniados.
Qué sea un león, es cosa sabida de todos. Pero del grifo hay menos datos. El grifo es una palabra griegaque identifica a una criatura mitológica, cuya parte superior es la de un águila gigante, con plumas muy definidas, afilado pico y poderosas garras, y la parte inferior es la de un león, con pelaje profuso, musculosas patas y rabo. Hay grifos que se representan con orejas puntiagudas en la cabeza o plumas en la cola. Según explica la tradición, el grifo es ocho veces más grande y fuerte que un león común y no es raro que se lleve entre sus garras a un caballero con su caballo o a una pareja de bueyes. Con sus garras se fabricaban copas para beber, y con sus costillas arcos para tirar flechas. Eso decían los antiguos.
El origen de este animal quimérico está en el Medio Oriente, pues el arte de Babilonia, Persia y Asiria le representó en muchas ocasiones. En el Mediterráneo Oriental también llegó su presencia, en la pintura minoica y en el famoso sarcófago de Hagia Triada. Griegos y romanos siguieron creyendo en los grifos, pasando la creencia al primitivo cristiano, apareciendo nombrado en los “bestiarios” de San Basilio y San Ambrosio, como seres del averno que alteran el sereno discurrir de las buenas gentes cristianas. De ahí que tuviera en un principio la mala prensa de ser un animal peligroso y agresivo.
Pero luego cambió su sentido, y al final del Medievo y sobre todo en el Renacimiento, el grifo es tenido por un ser protector, que mezcla en sí la fuerza, el valor y la vigilancia de los caminos. Uno de los lugares donde con mayor profusión y belleza aparecen los grifos, de todo el arte hispánico, es en el patio de los leones, del palacio del Infantado de Guadalajara. Allí (curiosamente, al igual que en el capitel románico de Sauca) aparecen los grifos y los leones custodiando los emblemas heráldicos de los Mendoza y Luna. En ambos casos, son animales protectores.
En todo caso, es curiosa esta pervivencia de la mitología sobre el arte hispánico, y la aparición en este capitel de Sauca de esa ancestral lucha entre dos animales, que representan el Bien y el Mal, pero alternativamente, sin clarificar nunca, como ejemplo de la lucha de los elementos del Universo no humano, como evidencia del desamparo que la especie de los hombres tiene frente a las fuerzas incontrolables del mundo, del tiempo y del espacio.
El anónimo escultor de la galería de Sauca, recogiendo comentarios, lecciones y sermones que ha oído, coloca escenas bíblicas, personajes respetables del cristianismo, junto a misteriosos animales a los que nunca ha visto. El león y el grifo aparecen en este lugar, mal tallados, pero enfrentados, rampantes, luchando. En representación de esa lucha de la valentía y la cobardía, de la virtud y el pecado, de la lealtad y la traición, en definitiva del maniqueísmo, que por esa época está simbolizando en muchos lugares de la Europa medieval la dual tendencia del catarismo, la heterodoxia albigense. Es una imagen bonita, simplemente, que no nos permite por sí sola llegar a conclusiones más drásticas, como por ejemplo decir que en Sauca, en el siglo XIII, había seguidores del gnosticismo, o que lo fueran los tallistas y escultores de la galería parroquial. Al menos nos da pie para pensarlo y aventurarlo.