POR ANTONIO BOTIAS SAUS, PERIODISTA Y CRONISTA OFICIAL DE MURCIA.
Si de algo presume Murcia, con sus siglos de riadas a las espaldas quebradas de generaciones de huertanos siempre con la vista alzada al cielo, es de rogativas y conjuros. Y esta tarde volverá a repetirse la remota tradición de la Semana Santa de Murcia justo en la antigua plaza Mayor de la urbe, bajo la torre que antaño sirviera para anunciar el toque de queda o las invasiones: el templo de Santa Catalina.
La Cofradía del Santísimo Cristo de la Caridad, la que debía celebrar hoy su procesión de túnicas de color corinto y añejo sabor de huerta, ya dispuso ayer algunos pasos en las capillas para recordar que, si bien la pandemia los contendrá en su sede, no logrará evitar el trasiego de miles de nazarenos durante toda la jornada. Hasta que al caer el día a las ocho en punto, se celebre el conjuro a las puertas del llamado templo reparador.
La ceremonia arrancará con una procesión claustral, de aforo limitado como establecen las normas, que culminará con la exposición del Santísimo bajo palio y asomándose hacia la plaza histórica, donde no pocos cofrades lamentarán que, por segundo año consecutivo, no podrán sacar a las calles murcianas esa catequesis plástica de devoción, cultura y huertanía.
Todo serán añoranzas
Porque siempre tuvo esta Caridad de enagüas almidonadas y esparteñas remotas cierto aire a procesión antigua y castiza, de las que nunca terminan de pasar porque se quedan, a veces prendidas en la retina del niño que descubre por vez primera un caramelo; otras en el corazón de quien recuerda una infancia de familia nutrida y potaje de vigilia. Será la de esta tarde otra procesión más del corazón que de carrera nazarena.
Todo serán añoranzas. No desfilarán tronos y manolas, estandartes y alharacas, pendones, estantes y cetros, incensarios y dalmáticas, tambores y carros bocina, concejalas enlutadas, ni algunos de postureo y otros sacando la panza, los gitanos de las sillas con sus papeletas blancas, puñados de caramelos entre monas embolsadas, pines, estampas, llaveros, senás de chuches atestadas, medias en sedas bordadas y los gorriones que cada año parecían esquivar las tallas se tendrán que conformar con asistir al conjuro de la pandemia.
Tampoco saldrá a las calles el cortejo del Cristo de la Fe, que arranca su estación de penitencia desde La Redonda
Muchos echarán de menos volver a admirar a María Dolorosa, pequeña María que tallara el maestro Salzillo, boquita entreabierta por donde quisiera deslizarse el primer relente, leve y agradecido, de la noche. Esta es la primera talla que imaginó Salzillo, de túnica encarnada y manto azul, de frágil camisa de puntilla sobre su pecho, de manos que se extienden inquisidoras, hogaño ante el virus. Se quedará en su capilla, hasta donde durante la mañana miles de murcianos acudirán a disfrutar de la maestría de sus hechuras, convencidos de que no habrá procesiones, pero sí Semana Santa.
El Cristo de ojos azules
Al otro extremo de la ciudad, en la iglesia capuchina de la Redonda, también andarán de luto. Porque aquel Cristo de ojos azules tampoco surcará las calles como debiera, rodeado de sus túnicas frailunas y su exquisita sencillez. Sería la primera procesión de la tarde, aunque también suspendida.
Desde la Cofradía de la Fe han propuesto este año a sus cofrades que adquieran la contraseña que les permitiría hacer estación de penitencia, pues de ella depende el sustento de la institución y las muchas obras de caridad que realizan. Esa quizá es la auténtica procesión de los capuchinos: la que hoy vivirán desde el corazón.