POR FRANCISCO TUBÍO ADAME, CRONISTA DE FUENTE PALMERA (CÓRDOBA)
Aquel Gran rey, que padeció, lo que alguien llamo “el mal de piedra”, el que pensó en la iluminación, empedrado y limpieza de Madrid, aquel tercero de los Carlos de España (había gobernado Nápoles como Carlos VII), el que nos brinda parte de la historia como autor de geniales desaciertos por la firma del tercer Pacto de Familia; fue modelo de gobernante por sus iniciativas en cuanto a política interior se refiere.
Quizás, se le haya juzgado ligeramente en política exterior, pues tal vez el “Pacto de familia”, fue la única alternativa a la creciente amenaza británica sobre los territorios de ultramar.
Madrid, capital del reino, donde todas las inmundicias se arrojaban por las ventanas, provocando olores insoportables, y que según el biógrafo de este Rey, el sexto Conde de Fernán Núñez, de ser, “la más puerca del mundo hizo la más limpia que se conoce”, recibió en triunfo al monarca napolitano el 13 de julio de 1760. Al día siguiente, Carlos III, después de hacer una promoción de la marina y ejercito, lanzó un destello de su armónico espíritu de gobierno interior, al perdonar más de cuatro millones de reales de empréstitos de granos y dineros, hechos a labradores de Andalucía, Murcia y Castilla desde los años de 1748 a 1754.
Había tenido un celoso y hábil administrador, su antecesor y hermano Fernando VI, quién dejó a su fallecimiento un tesoro de más de doscientos millones de reales, pero un ejercito disminuido y falto de disciplina y una marina poco ejercitada.
Según su biógrafo, en su interior, era el hombre más suave, humano y afable que había conocido. Jamás se le vio proferir malas palabras y su enojo nunca pasó a la cólera, por su carácter pacifico y su serenidad, bastaban para causar más impresión que furia,
Fue modelo de administración y armonía. Tenía una perfecta distribución de su tiempo. Mientras la salud le acompañó, el rey había distribuido las horas cotidianas de la siguiente manera: a las seis de la mañana entraba a despertarle su ayuda de cámara don Almerico Pini, que había venido con él de Italia y que dormía en la pieza inmediata a la suya. El rey se vestía con una ropa para saltar de la cama en primera instancia. A continuación, rezaba un cuarto de hora, siempre había sido un devoto creyente y practicante, al igual que su esposa María Amalia de Sajonia, permaneciendo ocupado hasta las siete menos diez en que entraba su sumiller, el Duque de Losada.
A las siete en punto, hora que desde hacía tiempo había fijado para vestirse definitivamente, salía de la cámara, donde le esperaban los gentiles hombres de cámara. Se vestía, lavaba y tomaba el chocolate.
Mientras hacía esto, se hallaban presente los médicos, cirujanos y boticario, y con ellos conversaba amigablemente. Oía misa, pasaba a ver a sus hijos y a las ocho, ya de vuelta, se encerraba a trabajar solo, hasta las once, el día que no había despacho. A esa hora venían a su cuarto sus hijos; estaba con ellos un rato y luego otro con su confesor y el Presidente del Consejo, y a veces, con algún ministro.
Salía después a la cámara, donde estaban esperando los Embajadores de Francia y Nápoles y tras hablarles por espacio de cierto tiempo, hacía señal al gentilhombre de cámara para que mandase al ujier con el encargo de llamar a los cardenales y Embajadores; entraban donde estaban los miembros de la familia y quedaba con todos un rato. Pasaba a comer en público, charlando con unos y otros durante el refrigerio. Concluido éste, le hacían las presentaciones de los extranjeros y le besaban la mano los del país que tenían motivo de haberlo, por gracia, llegada o despedida. Volvía a entrar en la cámara, donde se hallaban los embajadores y cardenales de antes, y además de éstos los ministros residentes y demás miembros del cuerpo diplomático, con quienes paseaba a veces media hora, y también tenían entrada a esta reunión, los grandes, sus primogénitos y generales. Al terminar, salían todos de la cámara.
Después de comer dormía la siesta en verano, pero no en invierno, y salía luego de caza hasta la noche, primero con su hermano, el infante don Luis y después con su hijo el Príncipe de Asturias.
Amante de la agricultura y artes, con exceso en edificar, y a tal punto su ministro el Marqués de Esquilache, fue autor de la célebre frase de que “el mal de piedra lo arruinaba” y así, era en todo y de tal forma, que la destrucción era incompatible con su genio, no pudiendo sufrir ni la corta de un árbol, a menos que la necesidad lo justificara. Es famosa la frase que dice a la encina del Pardo, aquella que fue respetada hacía veinte años, al construir el camino, pocos días antes de su fallecimiento:
-¡Pobre árbol! ¿Quién te defenderá cuando yo falte?
Religioso sin afección ni superstición. mañoso en artes manuales, tenía objetos propios por él fabricados, y sobre todo su gran distracción o vicio, como se quiera juzgar: LA CAZA.
Y aquel Rey, celoso del progreso de la agricultura, artes y comercio, pesaroso de la despoblación que había originado la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús, con la salida de sus dominios de más de cinco mil personas, pensó reemplazarlos, restituyendo a la agricultura un número superior.
Las montañas y proximidades a Sierra Morena desde la época de la Reconquista, se hallaban desiertas o reducidas a bosques espesos donde solamente se encontraban pastores, lobos o bandidos; los pocos lugares poblados existentes se encontraban muy distantes unos de otros.
El camino real que conducía Madrid a Cádiz, en el trayecto que va desde Viso del Marqués a Bailén, solamente existían dos malas ventas, Miranda y Bailén, en las que los venteros daban la ley a su arbitrio y por el pacto o miedo se entendían con los bandidos que poblaban aquellos parajes.
Entre Córdoba y Écija rutas también del camino reseñado había solo una venta, la de la Parrilla, siendo esas ocho leguas, en su tránsito tan azarosas como las indicadas de Sierra Morena.
Una y otra circunstancias, inducen a Carlos III a esa política de repoblación, que como otras, señalan este reinado como hito de gobierno anterior y posterior, en la reconstrucción y repoblación interior, tan necesaria por el continuo emigrar español a las vírgenes tierras americanas.
En la madrugada del día 14 de diciembre de 1788, exhaló su postrer aliento ese gran rey Carlos III, fundador de las Nuevas Poblaciones.