
POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN)

Desde antaño se han empleado en estas tierras las plantas aromáticas como aderezo y condimento. Nuestros antepasados, los iberos, sin ir más lejos, que llevaban figurillas de bronce como ofrenda a la cueva del Collado de los Jardines, la enigmática “Cueva de los muñecos” del Parque Natural de Despeñaperros, corazón mágico de Sierra Morena, gente sabia, las empleaban en abundancia formando parte de un arte ancestral que aún perdura en la memoria colectiva. Elegir las hierbas aromáticas que cada plato necesita es, sin que un guisandero actual llegue a sospecharlo, un ritual culinario que antiguamente constituyó un tributo hecho ofrenda a la Naturaleza. El eterno retorno. El estar volviendo a empezar siempre. La razón última que justifica que todo tiene sentido para los hijos de la Madre Naturaleza, sobre todo cuando aspiran, como un fin último, a no tener en ella una madrastra como la de La Cenicienta.
Durante el Renacimiento, la cocina más culta que se vio inmersa en el huracán de las especias, retornó a las hierbas, práctica que los agricultores de cada lugar, y los monjes medievales, no habían abandonado nunca. La hierba más simple, cortada fresca y secada en tiempo y forma, ennoblecía la carne más común y plebeya, no ya por sus ricos perfumes sino por sus virtudes terapéuticas. Junto a la biblioteca del monasterio más pobre y remoto, en el que dormía entre viejos códices el secreto no apto para los no iniciados, en el herbolario para las hierbas secas, y en el jardín para las frescas, atesoraban miles de misterios por descifrar escritos en cada hoja y cada tallo de cualquier hierbecilla silvestre. Aún perduran hoy, como prueba de ello, los licores salidos de las viejas abadías, fruto del secreto de sus códices y del misterio de sus herbolarios.
Vemos como la razón última de las plantas aromáticas no era sólo hacer sublime la modesta cocina del campesino, sino hacer nutritiva la vianda más frugal, y digestiva la pitanza más dura de roer. Su riqueza en sales minerales, en alcaloides que dirían los químicos, y en vitaminas cuando son frescas, las hacen indispensables en la cocina popular y tradicional, que, si bien nunca fue proclive a juntar saberes de libros con pucheros y fogones, nunca le faltó el sentido común ardiendo entre las ascuas para convertir los saberes populares en sabores.
Prueba de lo dicho es que los romanos cuidaban sus conejos enfermos de cólico con hinojo, además de utilizar sus semillas para ellos mismos como estimulantes estomacales, carminativas y liberadoras de gases, y proclives a abrir el apetito. Los gladiadores tomaban hinojo como generador de fuerza para vencer al contrario y así salvar la vida. Los griegos la elevaron a la categoría de planta sagrada, hasta tal punto que coronaban a los ganadores de los juegos de Olimpia con una corona de hinojo, pues pensaban que los libraba de la grasa superflua del cuerpo, como justo premio a los que habían conseguido con disciplina, vencerse a sí mismos, conservando el rito de la corona de laurel para los que vencían a otros en el campo de batalla.
Los sabios griegos creían que el conocimiento y la sabiduría se encontraba en el tallo del hinojo, del mismo modo que lo consideraban como protector contra las malas artes de la brujería y los malos espíritus, tal vez fuera por ello por lo que los árabes andalusíes, a falta del tabaco que no conocían por no haberse descubierto América entonces, lo masticaran por entretenimiento, costumbre que en medios rurales llegó hasta tiempos de Isabel II en el siglo XIX.
Sin duda alguna, adentrarse en Sierra Morena y disfrutar en grata compañía de un conejo guisado al hinojo, es darnos una oportunidad para experimentar en propia carne que lo qué somos y dónde lo somos es fruto de un constante renacimiento, un eterno retorno al mismo sitio del que nunca nos hemos ido, y del que, si somos sensatos, nunca debemos irnos: Nosotros mismos.
Septiembre no huele a bronceador de verano, como agosto; ni a naftalina de otoño, como octubre. ¡Huele a eterno retorno!
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