POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO SANCHEZ Y PINILLA, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
¡Si mi abuela levantara la cabeza y contemplara los adelantos de que disfrutamos! Ella que decía que había dos lunas, porque una vez que se montó en el tren, -volvía de Córdoba de ver la feria-, al regreso sin moverse de su asiento comprobaba admirada, que la luna se le aparecía unas veces por la ventanilla de la derecha y otras por la ventanilla de la izquierda ¡misterio! Pues seguro que se acomodaría a los tiempos que vivimos. No faltaría más.
Nuestros padres nos repetían una frase, que contaban haber oído de los suyos que decía: “niños tened cuidado con el río, que el río todos los años se lleva su pesca”. Y no desvariaban mucho. En los documentos existentes en los archivos parroquiales, consta como causa de la muerte de ciertas personas, la de: “ahogado en el río Guadalquivir”. Y algunos de estos accidentes se leen en el vano del primer ojo del puente de acceso a las Aceñas Marquesas, pues sus muros soportan grabaciones que hablan de nombres de personas que allí se ahogaron.
En Villa del Río, era costumbre muy acentuada tradicionalmente que, todos los jóvenes aprendieran a nadar, pues los padres inculcaban la teoría de que en caso de necesidad era un medio de salvación, tanto en las riadas como en la pesca o persecución. Y llevaban toda la razón, pues en el año 1808 fallecieron en Villa del Río tres soldados ahogados, otros tres en 1809 y uno en 1810. Son los años en que Villa del Río está revuelto ante la inminente ocupación por el ejército francés, y los consejos familiares debían ser, que había que luchar contra el opresor defendiéndose de todo, y un medio de escapar de sus garras era cruzar el río. Además en aquella época son muchas las personas que lo cruzaban casi a diario, unas veces en la barca, otras por los vados en bestias y otras a nado en verano, para realizar las labores agrícolas del otro lado del Guadalquivir. Así que convencidos de esta necesidad, estimulados por la corriente del río y abrasados por el calor del estío, fueron contados los jóvenes de ambos sexos que no aprendían a nadar
Los señores Corregidores y Regidores del Gobierno de la Municipalidad siempre atentos vigilantes de la moral pública del pueblo decidieron señalar los lugares donde debían bañarse sus moradores y el 17 de julio de 1812 redactaron el Acta siguiente:
“Que con el fin de evitar todo desorden en las personas que van a tomar los Baños en el río Guadalquivir y para que lo hagan con la debida separación y honestidad de uno y otro sexo, acordaron dichos señores prohibir que los hombres se bañen desde el foso que está próximo del paso de las Aceñas hasta el Barco, quedando destinado para que lo hagan las mujeres; y para los hombres y muchachos desde dichas Aceñas para abajo, bajo la pena de cuatro ducados a cualquiera persona que trocare los sitios señalados, … y para que llegue a noticia de todos y ninguno alegue ignorancia se hará saber por medio de edictos, que se fijarán en los sitios de costumbre, [uno en la Puerta de Córdoba, y otro en la de Andújar de la fortificación de esta población] y se pone de ello la correspondiente diligencia.
En 1821, nueve años más tarde de esta disposición, se produjo la gran crecida del río Guadalquivir que arrasó la población, y la inundación de esta Villa se recuerda en un azulejo existente en el bar la Estrella, entonces Ayuntamiento, donde consta hasta donde llegó el nivel de las aguas. De esta crecida muchos moradores salvaron sus vidas a nado y otros en barca.
Mi madre (Antonia) me contaba que cuando ella y sus hermanas Dolores y Frasquita, siendo jóvenes iban a bañarse al arroyo Salado, siempre iban acompañadas de otras amigas y personas mayores del mismo sexo, y se metían en el agua cubiertas con largos camisones.
Yo no recuerdo si las normas separatistas de sexo y lugar para los bañistas, tenían vigencia en mi niñez, pero es lo cierto que a las Aceñas árabes, sólo asistían a bañarse por entonces los varones.
Los baños en las Aceñas Marquesas, a las que yo y mis hermanos acudíamos para aprender a nadar con el hombre que nos servía de monitor Alfonso “el Pajita”, los hacíamos desnudos, como vinimos al mundo, igual menores que mayores, y fue a partir de 1951 cuando comenzaron a aparecer los primeros bañadores, llamados al principio vulgarmente, taparrabos. La atención la llamaba siempre, el nuevo aprendiz, cuando lo ataban con una cuerda por la cintura y lo animaban a zambullirse en el agua, unas veces de cabeza y otras de pie, desde una plataforma de piedra saliente de la pared occidental que lamía el río en el tercer edificio.
En el batanillo del primer edificio, Jordán “el Pescaor”, que poseía además un huerto, amarraba su barca de pescar y hasta ella llegábamos nadando los muchachos, y alguna vez sufrió la gamberrada de que le soltaran la barca y la deslizaban hasta la orilla opuesta, amarrándola en la Isla del Tesoro.
Cuando yo iba a bañarme sin el permiso paterno, para evitar peligros, lo hacía junto con otros muchachos en las estribaciones del huerto de Jordán, delante del camino de piedra, donde se formaban varios arroyuelos, que luego cruzarían por debajo de los arcos del camino de las Aceñas, y de entre las plantas del maíz, calabazas y verdes juncos salía el croar de las ranas que veíamos saltar al agua. Fue allí en un recodo de agua cristalina, donde al tirarme de cabeza me di con una piedra de las que había en el fondo y me produjo una herida sangrante, de cuya acción me recuerdo por la cicatriz que me acompaña. En aquellos tiempos el agua bajaba limpia y tibia y era una felicidad darse un baño y tenderse en la hierba bajo el cálido sol, teniendo de fondo las Aceñas, que hoy viven mutiladas y acotadas en su soledad y que por entonces resultaban un paraíso, rodeadas de pequeñas islas, flores, el huerto y felices bañistas.
En el uso de los bañadores, yo fui pionero. En el verano de 1951 residía en Alcázar de San Juan. Ese año se inauguró allí la primera piscina y entre las normas, los horarios eran distintos para hombres y mujeres y para bañarte era imprescindible llevar puesto bañador, por lo que adquirí uno. La prenda la empecé a usar los fines de semana en el pueblo, cuando lo visitaba, y pronto fue aceptada e imitada por los bañistas locales.
Un domingo, al mediodía del verano de 1954, descubrí las ventajas de la natación. Un primo hermano mío, Francisco García Castro, gracias al valor, pericia y sus buenas dotes de nadador, salvó de las aguas a un común y gran amigo, que se ahogaba, Carmelo Cantero Cantero, y fuera del río, con la ayuda de la respiración artificial lo volvió a la vida. Nunca he olvidado aquella heroica hazaña que estaban contando los allí presentes junto a Carmelo, cuando llegué a darme un baño, ni desde entonces, el mérito que tiene aprender a nadar.
Hoy afortunadamente, contamos con una buena piscina y formados monitores que enseñan a la población desde su infancia a disfrutar del agua, mientras aprenden a nadar sin peligros, y las normas éticas y morales han evolucionado de tal forma que permiten a todos los humanos zambullirse en un mismo estanque juntos y disfrutar del agua en los mismos horarios.