POR JUAN GÓMEZ DÍAZ, CRONISTA OFICIAL DE LILLO (TOLEDO)
En la Historia, relato múltiple de hechos y circunstancias, caben muy pocos nombres singulares. La mayoría son —somos— espectadores de la comedia de la vida; es decir, público. Sobresalen, porque permanecen, los santos, los héroes y los clásicos o grandes creadores. Tomás Moro reúne esas tres condiciones. El tiempo, camino ya de seis siglos, paradójicamente, nos acerca a él. Se suceden las biografías y esa cercanía confirma el valor de su testimonio y de su obra, una obra, por cierto, sólo parcialmente conocida en nuestra lengua.
Tomás Moro vivió una extraordinaria carrera política en su país . Nacido en Londres en 1478 en el seno de una respetable familia, entró desde joven al servicio del arzobispo de Canterbury, Juan Morton, canciller del Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres, interesándose también por amplios sectores de la cultura, de la teología y de la literatura clásica. Su sensibilidad lo llevó a buscar la virtud a través de una asidua práctica ascética . Sintiéndose llamado al matrimonio, casó, en 1505, con Juana Colt de la que tuvo cuatro hijos y, en segundas nupcias, con Alicia Middleton. Fue durante toda su vida un marido y un padre cariñoso y fiel. Su casa acogía yernos, nueras y nietos y estaba abierta a muchos jóvenes amigos en busca de la verdad o de la propia vocación.
Esta sea, quizás, la mayor singularidad de Moro porque en su vida personal, familiar y social era un hombre normal, amante de la vida, de la familia, de los amigos, de los libros , de la música, con un inagotable sentido del humor y dispuesto siempre a disfrutar de una felicidad compartida.
En 1504, bajo el rey Enrique VII, fue elegido por primera vez para el Parlamento . Enrique VIII le renovó el mandato en 1510 y lo nombró representante de la Corona en la capital, abriéndole así una brillante carrera en la administración pública que le llevó hasta speaker, es decir presidente, de la Cámara de los Comunes y, en 1529, canciller del Reino . Fiel a sus principios se empeñó en promover la justicia e impedir el influjo nocivo de quien busca los propios intereses en detrimento de los débiles.
Constada su gran firmeza en rechazar cualquier compromiso contra su propia conciencia, el rey, en 1534 lo hizo encarcelar en la Torre de Londres . Durante el proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de las propias convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio y el respeto al patrimonio jurídico de la Iglesia ante el Estado. Condenado por el tribunal fue decapitado . Al restablecerse la jerarquía católica en Inglaterra se inició el proceso de beatificación por el Papa León XIII y canonizado, en 1935 por Pío X I , junto con su compatriota Juan Fisher, celebrándose su fiesta litúrgica el 22 de junio ; de igual forma lo hace la iglesia anglicana.
Tomás Moro fue, ante todo, un jurista, libre de la sombra del leguleyo. Nuestro humanista, con su vida y con su obra, desborda todo juicio apresurado desde una modernidad de estereotipo. Quien se acerca a él acaba seducido, reconociendo de un modo más o menos explícito el encanto y el valor del personaje, que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia . Este es el horizonte a donde le llevó su pasión por la verdad, porque el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral.
Ese fue y sigue siendo Tomás Moro, un hombre real, con sus luces y sus sombras. Un cristiano libre y consecuente que, porque cree, quiere y defiende a la Iglesia de la que se siente parte, frente a los Tyndale y los Luteros que cegados por la soberbia de la Reforma, buscan pretextos para debilitarla o dividirla, y no para regenerarla desde dentro, sin merma de su unidad. Un mártir que no busca el cadalso, pero tampoco lo rehúye . De la visión que Tomás Moro tenía de la política como servicio a los demás, valga la denuncia en Utopía : «Si alguien nadase en placeres y deleites, mientras que a su alrededor todo son gemidos y lamentaciones, ese tal no sería guardián de un reino, sino de una cárcel». Una reflexión que distingue a la inteligencia del político de la avidez del engreído.
Desde la cárcel escribió a su hija una carta de despedida en la que dice: «Aunque estoy convencido, mi querida Margarita, de que la maldad de mi vida pasada es tal que merecería que Dios me abandonase del todo , ni por un momento dejaré de confiar en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes de prestar juramento en contra de mi conciencia».
Por todo ello, el Papa Juan Pablo II elevó la figura eximia de Santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos el 31 de octubre de 2000 , en respuesta a la petición del ex presidente de la República Italiana, Francesco Cossiga y con el aval de centenares de firmas de jefes de Gobierno y de Estado, parlamentarios y políticos, convirtiéndole en uno de nuestros más próximos contemporáneos. La ejemplaridad de su conducta, su talla de humanista y la enjundia de su santidad, sin dejar de abrumarnos, nos despiertan.