POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)
Es muy complicado comprender el pasado. Buscar un sentido global a lo ocurrido usando tan solo los vestigios que de la humanidad conservan los archivos puede llegar a ser desesperante. Tratar de encontrar respuestas en las escasas líneas escritas en viejos pergaminos, papeles raídos con tintas oxidadas y caducas que apenas rozan el objeto de la búsqueda acaban por empujar al lector, al historiador poco avezado o al confundido investigador hacia el limbo de las suposiciones gratuitas, cimiento de la mentira que falsea el presente y convoca un futuro de pesadilla imposible de remediar. Y, a pesar de las terribles consecuencias de imaginar la historia, uno es incapaz de sustraerse a la elucubración cuando es la poesía inherente que conlleva lo que te hace repensar el pasado.
Así me sentí hace unos días mirando un fabuloso retrato de la reina Isabel de Valois regalado a la posteridad por la genialidad de Sofonisba Anguissola. Pintado entre 1561 y 1565, el cuadro muestra a una joven reina embutida en aquel negro presente que habría de perseguirla durante su corta vida. Delante de una columna granadina, Isabel de Valois se presentaba a modo de destello deslumbrante que agosta una negrura sin fin, alumbrada por los cálidos dorados de sus brazos y la fulgurante y pura belleza natural atrapada en cada una de las perlas que cubrían su humanidad.
Aprisionada por un destino impuesto imposible de eludir, Isabel de Valois justificaba su derrota enseñando un diminuto retrato de su esposo, el rey Felipe II, recuerdo de la carga asumida en aquella espada que se ajusta a su perfil. Lejos quedaban aquellos años de feliz y jovial disfrute en la campiña francesa, donde los colores brillantes y etéreos, domeñadores de una luz siempre viva y en desafío continuo, habían convertido a la joven Isabel en mujer de sonrisa constante y alegría cristalina. Tristeza de verla, queridos lectores, entre la bruma negra de la incapacidad gestante vigilada por un rey que decía amarla y no dudaba en sacrificarla persiguiendo la descendencia varonil incapaz de garantizar un mejor futuro para aquella ciclópea y desmembrada España.
Este humilde Cronista quiso ver, sin embargo, un atisbo de esperanza en el pincel de Sofonisba, mujer valiente por ser mujer y por mostrar a las mujeres como tales, mientras regalaba a tanta negrura, a tanta frustración, el amanecer de una tenue y casi accidental sonrisa que recordara, aún sólo en potencia, lo que escondía aquella gran reina. Esa reina que no podía reinar, pero que, a poco que se esforzaba, lo hacía.
Esa reina madre de reinas que no reinaron, aunque fueran más rectas e imperantes que todos los hijos que pudiera haber alumbrado Felipe II. Esa reina encerrada en el Jardín de la Reina del otrora glorioso Palacio de Valsaín, con la selva ignota y brutal gritándola desesperada para que, como las jóvenes libres y despreocupadas de Bocaccio, corriera entre sus pinos y roquedales, arroyuelos y quebradas. Esa reina que, después de todo, ocultaba en su interior una mujer inmensa que vio su vida consumida por lo que se esperaba de ella. De nada sirvió haber traído al mundo a Catalina Micaela e Isabel Clara Eugenia, los dos más grandes vástagos que diera aquella compungida y retorcida dinastía, capaz de abandonar el destino de una monarquía y cien naciones en manos de un príncipe irresoluto y sometido a la abulia del privilegio regalado y la incompetencia asumida.
Quizás por todo ello, porque conocía lo que encerraba aquella mirada constante y firme, Sofonisba legó en este retrato la memoria de lo que ya era y nadie aceptaba. Ese retazo cómplice, ese rasgar la comisura en provocación manifiesta pero no consumada, no es más que la declaración de una promesa, de un compromiso allí plantado para quien quiera, quien deba recogerlo. En esa sonrisa incipiente de aquella pobre mujer, encadenado su destino a la voluntad de un rey, hemos de ver la rebeldía consciente y abnegada de toda una condición natural. Una rebeldía, digo, germen de todas esas maravillosas mujeres que no han podido ser otra cosa además de mujer por ser mujer.
En esa sonrisa cabe Sofonisba Anguissola reconocida como gran maestra del renacimiento tardío, modelo del manierismo, referencia de pintores y artistas posteriores; merecedora de una exposición universal en el Museo del Prado sin tener que incluir más mujeres pintoras en burdo e insultante remedo de homenaje incomprensible. En esa sonrisa están Micaela Catalina o Isabel Clara Eugenia siendo coronadas Reinas de España, señoras de la Monarquía Hispánica.
Allí, gobernadoras de un mundo por conocer, las hijas del mal llamado rey prudente, darían una ventana a la posteridad para que mujeres de toda condición hubieran sido capaces de ver un mejor futuro en el que los seres humanos huyeran de las condenadas clasificaciones; un futuro donde ser mujer, hombre, no fuera condición, sino circunstancia y la valía del individuo se impusiera a su realidad natural, libres todos de bóvedas acristaladas que, dejando pasar la luz, transmiten una frustración generacional que acaba con toda vida posible.
Desgraciadamente, aquella ensoñación pasó, devolviéndome a una vida aferrada al pragmatismo encerrado en papel y pergamino, incunable y real provisión. Aún así, de vez en cuando, regresa todo aquello a mi memoria en ráfaga brutal de remordimiento injustificable y vuelvo a desear con todo mi ser que algo cambie en el pasado para que el futuro me devuelva un presente que ansíe vivir. Que Sofonisba sea desatada y su pincel nos lleve a todos al Parnaso de la libertad entre los tejos milenarios que se agarran a los canchales del valle de Valsaín, donde aquellas cerdas impregnadas de tintes divinos una vez imaginaron un mundo más justo, un mundo más feliz.