POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Metáfora simbólica es la luz -en pleno solsticio de invierno- en las casas, los hogares, las calles, en todos los grandes o pequeños pueblos como anticipo de los días que se agrandan, de la esperanza que nunca se agota, de la primavera que verá una vida renovada y un sol creciente.
La luz de la Navidad es siempre especial, emocionante, plena, señalando el final de un ciclo y el primer paso de otro, como siempre fue; con una repetición o cadencia monocorde y universal.
No es necesario adentrarse en los mundos de las creencias ni en los territorios de la fe, ni siquiera en el significado teológico de lo que se conmemora en estos días que -por casualidad- coinciden con el fin de un año y el inicio del que le sucede.
La interpretación de la Navidad es tolerante -o debiera de serlo- para permitir conjugar las varias vertientes que confluyen en la misma, la de los que otorgan un sentido trascendente a esta sucesión de celebraciones sacras y las de los que las viven absolutamente al margen de las mismas.
Los contornos y las esencias de la Navidad confluyen en los sentimientos más acendrados de cada uno, a veces cargados de adjetivos huecos pero -en la mayoría de los casos- son como un soplo vital, un hálito de renovación desde la tradición, un sentimiento inmaterial que aflora y se percibe en el afecto y la emotividad de estos días.
Parece en algunos momentos y situaciones que la presunta alegría que irradia ya de por sí la Navidad nos viniera impuesta no ya por decreto, sino por un contagio que satura y ataruga, dejándonos indefensos e inermes.
Los balances en estas fechas finales de año desequilibran a muchas conciencias, a bastantes familias y a tantos desesperanzados por la falta de trabajo y de un horizonte en el que siempre parece ser crepúsculo y nunca aurora.
Desde que en la Nochebuena de 1223 Francisco de Asís escenificó lo ocurrido en Belén, siguen apareciendo en nuestros nacimientos o belenes los mismos personajes, desde aquellos magos o sabios que protagonizaron un momento de la historia humana que cambió tantas vidas, costumbres y destinos, hasta los humildes pastores, lavanderas, pescadores y tantos otros personajes que -desde su sencillez- aportaron frescura, laboriosidad y ánimos a todos cuantos siguieron sus pasos o los contemplan como los verdaderos hacedores del humano devenir.
Toda la Navidad, con sus ritos, tradiciones, supersticiones, magias y tipismos confluye y se sintetiza en la palabra nostalgia, como la remembranza de los que ya no están, la memoria de lo que pasó, la recapitulación de lo que pudo haber sido, siempre entre evocaciones, arrepentimientos y sentires que nos hacen detenernos en nuestros diarios quehaceres para meditar, reconstruir y seguir adelante a pesar de todo.
Los calendarios se volatilizan porque reproducen la ley de nuestras vidas y entretanto -al pie del abeto- regresan las anécdotas, las buenas compañías, las comidas y cenas cargadas de imaginación, los regalos, las risas, la música y la fiesta.
Desde hace poco más de dos mil años ensayamos un mismo libreto cuya letra y espíritu sabemos de memoria; es la ley de la vida que reaparece cada Navidad y es el contrapunto del año nuevo.
Por los tiempos pasados, por los presentes y por los que han de llegar evoquemos -una vez más- las palabras mágicas de estas fechas: salud, felicidad, paz, nostalgia…