POR ÁNGEL DEL RÍO, CRONISTA OFICIAL DE GETAFE Y MADRID
Los diputados son los representantes del pueblo. Sus señorías son el pueblo, y cuando el pueblo se da a la fuga en un puente, ellos también salen corriendo para no desmerecer de la condición de representantes del hombre de la calle y del hombre de la carretera.
Lo que ocurrió el pasado jueves en el Congreso de los Diputados es algo entre esperpéntico, grotesco y ridículo. Apenas el presidente de la Cámara hizo ademán de levantar la sesión, sus señorías abandonaron los escaños a la carrera, como lo hacen los chavales en la escuela cuando se da la hora de salida, o los trabajadores de la fábrica cuando suena la sirena del final de la jornada.
¿Qué ocurría ese jueves para que sus señorías salieran de estampida como alma que lleva el diablo? ¿Caía un diluvio por una gotera de la Cámara? ¿Se había producido un incendio? ¿Entró alguien disfrazado con tricornio y bigote, adelantándose a la noche de Halloween?
Nada de esto. Los señores y señoras diputadas salían a la carrera como huyendo de la quema, con sus maletas y carritos de viaje, algunos de los cuales habían guardado debajo del escaño para no perder tiempo. Se votaba sobre las pensiones, pero el interés, el pensamiento, la preocupación de la mayoría de sus señorías estaba en el aeropuerto o en la estación de Renfe, en la hora de partida de sus vuelos y de sus trenes, en el nerviosismo por llegar a tiempo, por escapar a tiempo, por ser pueblo y unirse con el pueblo en la sonata y fuga del puente de Todos los Santos.
Personalmente me pareció patética, desordenada, poco ortodoxa, la imagen de sus señorías abandonando a la carrera sus escaños, casi atropellándose en las escaleras del hemiciclo y en los pasillos de la Cámara, para salir los primeros de puente.