POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE CARAVACA (MURCIA)
Como el paisaje y los aromas, los sonidos identifican a los lugares, no siendo extraño que la sola evocación de los mismos, nos trasladen a sitios cercanos o lejanos diferentes.
En el Caso de Caravaca, como en el de cualquier otro lugar, hay sonidos que han identificado épocas concretas, y otros que nos sirven para reencontrarnos con nosotros mismos por muy lejos que nos encontremos del lugar original de los mismos.
El sonido de las campanas siempre nos identifican un lugar y sirven de referencia cuando nos encontramos lejos. El código acústico de las mismas, aprendido paulatinamente en nuestra niñez y adolescencia, no se olvida fácilmente. Hasta que el ruido urbano se impuso impidiendo escucharlas con nitidez, las campanas del Salvador, el Castillo, la Concepción o los conventos de frailes y monjas nos enseñaron a distinguir si su sonido era de alegría o de tristeza. Sabíamos sin haberlo estudiado en ningún sitio, cuando las campanas doblaban a muerto, llamaban a rebato o anunciaban la fiesta. Cuando se tocaba a misa, a las celebraciones vespertinas en los templos o a la oración de la mañana, el medio día o ánimas. Sabíamos también, cuando la campana del Castillo anunciaba el Conjuro o llamaba a cabildo. Y a mi, al menos a mi, me causaba un respeto imponente saber que esos mismos sonidos, anunciaron las mismas cosas a nuestros padres, abuelos y anteriores antepasados a lo largo del tiempo.
Sonidos desaparecidos, aún recordados por los mayores, fueron los emitidos durante la noche por los viejos serenos, que anunciaban la hora y el estado del tiempo. Los últimos en escucharlos comentaban que su canto desentonado acompañaba, y mucho, en el silencio de la noche a desvelados, enfermos y noctámbulos.
También perdidos e inconfundible eran los sonidos emitidos por el pregonero, que en determinados lugares urbanos como la Esquina de la Muerte, el Hoyo o las Cuatro Esquinas, pregonaban anuncios y bandos antes que estos se imprimieran y colocases en sitios convenidos, cuando la gente no sabía leer. A la voz del pregonero precedía el de una trompetilla y, tras ella, a voz en grito, el vocero pregonaba lo que le dictaba otra persona que leía un texto emitido desde el Ayuntamiento, y que siempre comenzaba diciendo: “De orden del Sr. Alcalde…se hace saber…”. Los de mi generación fuimos los últimos en escuchar la voz del pregonero en las esquinas y lugares convenidos de la ciudad.
Sonidos en el recuerdo son los que emitían las fraguas de herreros como Mariano Calín (en la Pl. Nueva), José María Corbalán (en la Glorieta) y el Sabina entre otros, al golpear el hierro incandescente sobre el yunque, para darle la forma deseada. El de lOs carpinteros de Luís Zarco (en la C. de Gregorio Javier), los Mixtas (en el Porche y C. de las Monjas), Chacón y Agustín Llana en la C. del Colegio y Felipe Martínez-Carrasco en la C. Iglesias, además de Nevado y otros, al aserrar los tablones y otras piezas de madera que acabarían conformando muebles de todo tipo para el ajuar doméstico.
También fue durante años sonido por todos identificado, el del Camión de Cantó, que transportaba paquetería desde la estación de Renfe hasta el lugar de destino, y el del motocarro del hielo que, en verano llevaba a los bares (desde la Fábrica de las Fuentes), las barras enteras o troceadas a bares y particulares, dejando siempre a su paso un reguero de agua y paja de arroz en la que se envolvían para prolongar su fusión.
A muy temprana hora de la mañana, era frecuente escuchar el sonido emitido por el “afilaor”, “el lañaor”, “la paragüera” o “la escobera”, anunciando su presencia en tal o cual calle o sitio de la localidad, a la espera de que alguno de los vecinos acudiese a su encuentro, en demanda de sus productos o servicios.
Y a los sonidos generales, que a todos llegaban a lo largo del día o la noche, hay que añadir los sonidos particulares del barrio o calle, que el Cronista invita a recordar al lector, extrayéndolos de sus vivencias y recuerdos personales. Los míos tienen que ver con el entorno de mi casa paterna, frente al Salvador, cuya apertura de sus puertas, siempre muy de mañana (primero por José y luego por Jesús, los sacristanes que conocí en mi niñez y adolescencia), emitían sonidos que nunca olvidaré. El que propiciaban los fontaneros que, a determinadas horas, movían las llaves de paso comunes que había al comienzo de la C. Mayor; y que abrían o cerraban el paso del agua corriente a unos barrios u otros de la población (y que cuando se producían a deshora tenían que ver con alteraciones de la vida local, como sucedía para facilitar agua al desaparecido Hotel Victoria, para que pudieran asearse los artistas que la empresa Orrico traía al Gran Teatro Cinema, generalmente los lunes, en que había compañía de revistas). La apertura y cierre, por la mañana y por la tarde, de las persianas metálicas enrollables de los comercios de Nieto, Diego Marín, Los Jiménez y la farmacia de D. Pedro Antonio López…y el de las mujeres que iban a las fábricas en primavera y verano, muy temprano, en animados y dicharacheros grupos, que animaban la calle sin reparar en que el resto de los vecinos consumíamos nuestros últimos momentos antes de levantarnos de la cama.
Hay sonidos, sin embargo, que perviven, como el que se produce en las inmediaciones de los colegios y escuelas a las horas de recreo, cuando los niños juegan y se persiguen a voz en grito, en juegos que nunca cambiaron. Y finalmente otros sonidos que se desea su llegada a lo largo del año natural. Entre estos últimos el de la campana del Castillo, anunciando mañana y tarde un conjuro que ya no se celebra, pero que recuerda la llegada de la primavera y con ella la llegada también de la Fiesta. Unido a este sonido, el del Tío de la Pita, al amanecer de las mañanas luminosas de finales de abril y, sobre todo, el de las argentinas campanitas del Carro de la Stma. Cruz cuando la Patrona visita la ciudad en los días de Fiesta Mayor. Este último sonido al que me refiero, se vive y se siente en el alma porque nos trae al recuerda a Ella, por muy lejos que nos encontremos de su presencia física.
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