SOROLLA Y EL HÚSAR EN LA FUENTE DE LOS CARACOLES
Ago 04 2019

EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Alfonso XIII pintado por Sorolla, en 1907.

Andaba el que suscribe el pasado fin de semana paseando por el Real Sitio, que me topé con una plétora de artistas tratando de plasmar esa magia que fluye por los pinceles en las cercanías de la parroquia del Barrio Bajo. Viendo cómo vaciaban ese demonio que algunos llevan dentro, que les obliga a cubrir el blanco del lienzo, la tabla, el cartón, el vidrio, la tela, el papel o el pergamino, me dio por rememorar a cuántos han sufrido de tan gloriosa enfermedad en este Paraíso único para aquellos que aman la luz y el color.

Allí, junto a la puerta del antiguo cementerio del Real Sitio, viendo a Charo Higuera, Andrea Rincón o a mi dulce y temperamental hija, Sofía, imaginé, ahí mismo, a Andrea Procaccini, aposentador del Palacio y pintor de cámara del rey Felipe V, ideando cómo cerrar el altar mayor de las dos parroquias del Real Sitio; a su alumno, Doménico María Sani, rematando el de la Colegiata; a Mariano Salvador Maella, Francisco Sasso y Francisco Bayeu, cuñado de Goya, encerrados bajo la cúpula de la Colegiata; me hubiera encantado, sin duda, asistir a las sesiones de Luca Giordano, el fa presto, pintando aquellos dos pequeños cuadros sobre vidrio y depositados en el Palacio Real de La Granja o entender cómo el demonio de los pinceles llegó a contaminar a la reina Isabel de Farnesio, a decir de la colección de cuadritos que se expone en la sala de la siesta.

Y es que, queridos lectores, parece que llegar a este Paraíso y sentirse obligado a reproducirlo es uno y ha afectado y afectará a un importante porcentaje de los que recalan en este Real Sitio. Eso le debió pasar a Alfonso XIII, que decidió llamar al Maestro Joaquín Sorolla para que le recetara una retrato alucinante vestiodo de húsar al cálido claroscuro del parterre de Palacio. Realizado en 1907, cuando el rey contaba con apenas veintiún años, el maestro valenciano de la luz y el color fue capaz de plasmar un esperanzador proyecto de monarca, bañado por el sol inquebrantable de la sierra del Guadarrama, aromatizado por todas esas flores, la brisa de tilos y castaños y el anhelo de un país que se asomaba, sin saberlo, a un nuevo y terrible siglo.

Y, pensando en Sorolla, en el Paraíso y los pinceles que lo aman y persiguen, este humilde Cronista no puede dejar de pensar en Juan José Martín Encinas, en María Rubio Cerro y el amor que profesan por la luz de la sierra. Honestamente, he de reconocer que en el Real Sitio han nacido y vivido multitud de amantes del pincel. Algunos, como mi querido amigo Juan José, como mi querida María, han podido dar rienda suelta a su pasión. Otros, como Pepe Benito, no tuvieron la oportunidad de desarrollar esa pasión; o la llamada les llegó tarde, como a Federico y a mi eterno padrino, Pedro Callao; y otros tantos maravillosos vecinos que, a lo largo del año, de la vida, exponen lo que el demonio de los pinceles les revela.

En el caso de Juan José Martín Encinas, la cosa va más allá. En su obra puede adivinarse el candor del amanecer entre los roquedales de las faldas de Peñalara o los brillos apagados del río Valsaín en la piel de los que se atreven a entrar en sus gélidas aguas. Nadie como Juanjo es capaz de mostrar cómo el tiempo ha labrado los pliegues en la piel de los esforzados gabarreros, haciendo que cobre vida la corteza de tantos pinos, robles y fresnos; de serbales y avellanos, acebos y perdidos tejos serranos. Todo ello puede encontrarse en cada una de las pinceladas que Juanjo receta en sus múltiples obras. No hacen otra cosa más que reivindicar la belleza de lo cotidiano y el intemporal arte que subyace en la sencillez de vida que mis queridos paisanos han gastado a lo largo de centenares de años a la sombra pétrea de las montañas segovianas.

En el caso de María Rubio Cerro, es la calidez de una primavera eterna lo que un servidor aprecia en sus etéreas acuarelas. En sus diarios de campo, bocetos y estudios, se aprecia la belleza que intuyeron tantos viajeros al recorrer matas y cuarteles del Paraíso; recovecos recónditos del jardín y destellos del amanecer, del atardecer, atravesando las hojas de carpe, de olma centenaria y joven rebollo serrano; de pétalos empapados de rocío en esa infancia atemporal a la que todos los mortales nos apuntaríamos sin dilación.

Es por todo ello que, al fresco de aquel desbocado abeto de la Calle de la Reina, me sentí afortunado de poder admirar la locura de mi hija Sofía, de Andrea, de Yoli, de María, de Candela; de todos los artistas que Charo Higuera lleva empujando al camino del ímpetu y la expresividad en los últimos años, esperando que renazca entre mis queridos vecinos un visionario Monet; algún atribulado Van Gogh o un desenfrenado Turner. Quién sabe si, entre todos esos jóvenes artistas, estaremos contemplando el despertar de un nuevo Pollock; el caminar dubitativo de un renacido Warhol a la búsqueda de la posmodernidad más auténtica o la locura hiperactiva del bueno de Luca Giordano, empeñado, una vez más, en que la yema de un huevo le permita adherir su óleo a una prístina lámina de vidrio soplado en la Real Fábrica.

A todo ello, cumpliendo con la labor del Cronista, seguiré atento, buscando, como si de amanitas cesáreas se tratara, ese talento dormido entre las agujas de los pinos, los granitos serranos y las burbujas que las aguas saltarinas de los regatos nos regalan con cada latido, con cada paso que damos en este Paraíso donde tenemos la suerte de vivir.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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