POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES -ARRIONDAS (ASTURIAS)
En medio de una luz que se deja caer pero que ya espera su nuevo renacer en nuestro hemisferio en las próximas semanas, aprovechemos el tiempo según el conocido “Carpe diem” que ordenaba el gran poeta Horacio hace más de dos milenios, pocos años antes del nacimiento de un Niño que cambió la historia de buena parte de la Humanidad.
Puede que el tiempo no exista de veras y sea una especie de red que nos hemos inventado y que acaba atrapándonos sin remedio, pero -sea como sea- debemos aprovecharlo, cuestión que para los mayores tiene un sentido de urgencia y amenaza, haciendo siempre algo productivo.
No pocas veces aquello que no hicimos puede ser lo que más nos atormente, nuestro mayor reproche aquello que no vivimos.
Cierto es que la juventud no siempre depende de la edad, sino de la disposición, la fruición, la intrepidez, del gusto por el riesgo, de saber encarar con majeza el permanente reto de la vida.
Cada Navidad parece invitarnos a olvidar cualquier pensamiento pesimista, cualquier sombra de tristeza, a valorar lo principal y no lo secundario, a dar más importancia al ser que al parecer y al verdadero espíritu más que al aparato de la existencia, todo ello en una época bastante mediocre y envanecida, donde se han extraviado las grandes certidumbres y subvertido las elementales jerarquías.
Los signos de nuestro tiempo son la estéril mecanización de la vida y su correspondiente empobrecimiento, el abandono de los ideales o la falta de autenticidad; mientras solo parece quedar la ilusión de que un tiempo más hondo, más alto y más rico se haga un sitio entre nosotros.
Se dice con frecuencia que los tiempos han cambiado, y así es, pero no la condición humana que puede hacer que cada hora posea un glorioso y especial contenido, y que todas -igual que un río cuyo caudal engrosan sus afluentes- desemboquen en la playa final, porque lo mismo que un niño no se improvisa, la madurez lleva dentro todas las edades anteriores y en ellas se podrá identificar la capacidad de curiosidad, de admiración y de sorpresa que configuraron su infancia; el distanciamiento del exterior propio de la adolescencia; el entusiasmo, el ímpetu y la generosidad de la mejor juventud; y la ponderación, la reflexión y la serenidad amasadas en la madurez.
En Navidad reflexionamos si la vida es siempre hoy, si es prudente mirar atrás con excesiva insistencia, si las arrugas del corazón son las más difíciles de planchar, si debemos juzgar y no prejuzgar y sentir sin presentir, porque la vida transcurre desde la esperanza hasta el recuerdo; pero después -si se ha vivido bien- regresa de él a ella.
En estas fechas de programada diversión oficial parece oportuno invitar a la soledad reflexiva y voluntaria en la que reine el sentimiento; tiempo para cultivar los valores que configuran la humanidad y que no son otros que la paz, la libertad, la tolerancia, la solidaridad, el recíproco comportamiento ético del que se considera el rey de la creación.
El principio más inamovible, primordial y universal: “No quieras para los demás lo que no quieras para ti” resume toda la filosofía de la humanidad, como ya dejó dicho Buda hace veintitrés siglos y -hace veinte- Aquel cuyo nacimiento festejamos cada 25 de diciembre.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez