POR FRANCISCO ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
En el mundo rural asturiano la época de verano se iniciaba, fundamentalmente, con la recogida de la hierba. Eso después de sallar las patatas que se sacarán a finales de julio y a lo largo de agosto.
Hoy parece imposible imaginar una Asturias sin patatas y sin maíz, pero así fue hasta el siglo XVII con el maíz y, un siglo después, con las patatas. Trabajo le costó a la patata ser aceptada en los esquemas de consumo agrícola pero, una vez conseguido, pasó a ser la reina de las caserías asturianas y el autoconsumo vino a quitar muchas hambres endémicas en el país.
Patatas, fabes y maíz cambiaron para siempre la vida y costumbres de nuestros ancestros. Abandonaron otros cultivos -como el panizo y el mijo- poco productivos y más trabajosos, y se entregaron de lleno a aquellas novedades agrícolas que habían llegado de la América descubierta a finales del siglo XV.
Que el maíz se convirtiese el rey de la agricultura se explica por las buenas condiciones climáticas que para su cultivo ofrece nuestra comunidad, además de servir como alimento tanto para humanos como para los animales domésticos. Boroños, tortas y fariñes quitaron muchas hambres, al igual que las patatas y les fabes. Todo se aprovechaba, hasta las hojas del maíz servían para hacer jergones, aquellos colchones rústicos anteriores a los rellenados con lana, aún lejanos en el tiempo estaban los de muelles y otras sofisticaciones que ahora nos son habituales. El maíz, con el centeno y la escanda, coparon la fabricación del pan en casi todo el Principado de Asturias, pues el pan hecho a base de harina de trigo era algo poco conocido, acaso tan solo en las grandes villas y ciudades.
Esto de la fabricación del pan se hizo tarea familiar indispensable puesto que, aproximadamente, una vez a la semana, había que dedicar un tiempo a su elaboración. Puede decirse que casi todas las casas tenían su horno propio y, por ello, el cultivo del maíz les resultaba imprescindible.
No está lejano aún el tiempo en que el separar la harina del salvado era misión previa a mezclar aquella con agua y sal para hacer una masa que pusiese en marcha la panificación propiamente dicha, una labor generalmente encomendada a las mujeres. Transformar esta masa en algo nuevo como era el pan, parecía que encerraba en sí una cierta dosis de magia. Así, no era infrecuente hacer rezos durante la cocción para espantar el mal que pudiera estar escondido en la masa recién elaborada. Hasta hoy llegan tradiciones como la de no tirar el pan sobrante a la basura, antes es mejor dejarlo para consumo de los animales domésticos o de las muy diversas especies de pájaros que nos rodean. Ya en la época de siembra solían bendecirse los campos con los ramos de laurel y romero reservados el Domingo de Ramos, después de introducirlos en el agua bendita que se tenía recogida en cada hogar desde el Domingo de Pascua, solemnidad que se habría celebrado pocas semanas antes de la sementera, dado que fabes y maíz tienen en mayo su mejor mes para la siembra.
Ahí siguen entre nosotros ritos y tradiciones como son los ramos de pan, los bollos de Pascua y las bendiciones de los mismos.
Hasta casi mediados del siglo XX el maíz, las patatas y les fabes estuvieron muy presentes en nuestros entornos rurales y -tras la guerra civil- sirvieron de primordial base alimenticia para millares de asturianos, carentes de lo más imprescindible en aquellos años de miseria y vuelta al trabajo agrícola familiar.
Nada comparado con estos tiempos de abundancia, pues en nada se parecen a los de nuestros abuelos, afortunadamente.