POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Aunque no están todas, ni mucho menos, las que fueron. Almacenes Pabón, Tejidos Martínez y Comercial Villalobos. La Marquesina, de Ramón Lozano Sánchez, que vendía tejidos y confecciones, junto a un gran surtido en pañería y mantas. En la misma calle, La Portuguesa, Pedro Juan Cortés, Vinagre y Marcelino Colino. En el rincón de la plaza de España, sastrería y confecciones Menayo. Tejidos Agreda y Genaro Franco Galán, con La Consolación. Junto a la oficina de Correos, Tejidos Horacio vendía retales y más retales.
Allí, arriba, tras culminar “El Piquete”, Martín Garay, con su hijo Andrés, se hacían acreedores, bajo feliz reclamo publicitario, de tener los prestigiosos calzados Plutón, eternos son. Alta calidad y precios económicos ofrecía Calzados Mario. En su privilegiada esquina comercial, Cristóbal Pérez, en su largo mostrador de madera, vendía, auxiliado por sus hijas, curtidos y calzados, explosivos, armas de caza y guarnicionería. Muy cerca, Manuel Polo Onteniente, en La Valenciana, ponía a disposición del cliente sandalias, zapatos y zapatillas de paño. Casa del Viejo, Camello y Hernández Montaño vendían muebles. Juanita Holguín, Casablanca, Pérez Palomo, Casa Agudo, la más antigua. Y con su prestigiosa marca la Bellota, la Ferretería González.
Miguel Cuéllar y La Alicantina traían pescados y mariscos frescos. Manolo y Juan Reyes vendían tripa, quesos y pimentón de la Vera. Alimentación Serrano, los hermanos Gragera Rodríguez, Gómez Núñez, Juan Vivas, Vicente Barril, Ángel Delgado, Telesforo Soltero, Elías Rodríguez, Alfonso Merino, Pedro López y las Mantequerías Extremeñas eran, entre otros, los coloniales, comestibles y ultramarinos finos, que servían junto a la chacinera de Francisco Hernández, las carnicerías de Diego Julián, Alfonso Gómez Preciado, Pedro Martínez y Agustín Rodas Bautista, los sabores y aromas de Montijo. Aunque todos, absolutamente todos se encerraban en uno, en aquella reliquia de interés local: El Arca de Noé, de Simón Lavado Navia, hermoso museo que un día echó, como otros, el cierre.
En los bajos de Morilla, al fondo, con una lente en aquellos ojos clínicos, a modo de microscopio, Domingo Pérez, maestro relojero, y sus hijos, auxiliados por una pinza, examinaban los relojes en la mesa de operaciones. Dos golpes, un soplo y listo. El reloj de nuevo en movimiento. “Era una mota de polvo”. Mi primer reloj fue un “Zerpe”, marca de la casa. Un reloj de alta precisión que cumplió el rito de medir la ceremonia que dicta el tiempo. Su tic-tac sigue y sigue marcando la hora exacta. Montijo en punto.