POR JOSÉ ANTONIO FIDALGO SÁNCHEZ, CRONISTA OFICIAL DE COLUNGA (ASTURIAS)
Pues resulta que hoy -ignoro la causa – desperté entre pensador optimista y materialista dulcero; algo así como adicto al materialismo filosófico, pero en «llambión».
No me entienden, ¿verdad?
Pues no me extraña, porque me explico muy mal.
A ver si me aclaro.
Con la humanidad nació teóricamente la vida en felicidad, pero resulta que no fue exactamente así porque con ella vino la compañía triste de la enfermedad y de la muerte.
¡Hay que combatir estas cosas malas!, se dijeron las gentes. Y así surgieron las figuras -iba a escribir «suprahumanas»- del curandero, del hechicero, del sanador, del santo patrono o «abogado»… que mitigan dolores, curan dolencias y «reexpiden almas santas al cielo».
Religión, medicina y salud.
Una trilogía que ensambla devoción, alimentación y placer.
En la antigua Grecia, al «cocinero-repostero» jefe, o «maestro de maestros», se le denominaba «archimagyros» y, ya en nuestra Europa medieval, era personaje que gozaba del privilegio de presentarse ante el Rey con la cabeza cubierta y espada en su cintura.
Tal era su mérito.
Pero aún la cosa fue más allá.
Si ese artista «confectionarius» era monje (o monja), sus creaciones dulceras -aparte de su golosa presencia- se acompañaban con títulos muy cercanos a la corte celestial de arcángeles, ángeles, tronos, dominaciones, virtudes, querubines, serafines y toda la cohorte de santos, santas, beatos y beatas… Así, por ejemplo, gustamos placenteramente del «cabello de ángel», de «virutas de San José», de «yemas de Santa Teresa», de «rosquillas de San Antonio», o de las más simpáticas de «¡Ay, Jesús, que me ahogo!».
Y aquí encaja nuestra historia de hoy.
En las antiguas bodegas andaluzas, y este desde tiempos muy atrás, se clarificaban los vinos con clara de huevos.
Se precisaban cientos y cientos de huevos y, claro, ¿qué hacer con las yemas?
Lo más caritativo y cristiano, pensaron, era regalarlas a los conventos más próximos para que monjes y monjas pudieran socorrer a los pobres que acudían al monasterio en busca de alimento y de paz.
Yemas que se utilizaban para hacer tortillas, revueltos, complemento de sopas limosneras, galletas… y FLANES.
Pero ¡qué flanes, Dios mío!, plenos de dulzor y con la suave elegancia y cremosidad de un supuesto manjar celestial.
¡Ya está el nombre de tan loado dulce: TOCINILLO DEL CIELO!.
Muchos dicen -y decimos- Tocinillo DE Cielo.
Pero como esta página no es foro de discusión lingüística, que cada cual use el título que desee y acostumbre.
Aquí y ahora les proporcionamos la receta.
Disuelvan 300 g de azúcar en unos 200 g de agua y póngalo al fuego, en ebullición no muy fuerte, hasta conseguir un almíbar a punto de hebra.
En ese almíbar, a temperatura templada, añadan 7 yemas de huevo y dos o tres hueves enteros, muy bien batidos previamente.
Revuelvan bien hasta conseguir una mezcla homogénea que, pasada por un colador para eliminar grupos, se vierte en un molde caramelizado de antemano.
Cuece a baño maría hasta cuajar perfectamente.
Ya frío, se desmolda y se sirve.
NOTA.- El molde puede ser circular (con agujero central) o trapezoidal. Es frecuente el uso de moldes para «ración individual».