POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
En una sociedad de consumo el precio de los productos es importante, y por supuesto, en la vida todo tiene un costo, que se puede interpretar de muchas maneras. Pero, a veces, también sentenciando decimos, al hacer referencia al ser humano acompañado de su avaricia, y que es experto en cometer cualquier ilegalidad con tal de enriquecerse; “que todo hombre tiene un precio”. Ejemplos en el momento que estamos viviendo, son muchos, de igual manera que son numerosos los que dejan al lado otras virtudes humanas para venderse al mejor postor, al cual facilitan el enriquecimiento a costa de los demás, cometiendo delitos que, después serán penados por la Ley o archivados al cabo del tiempo por defectos de forma.
Sin embargo, la sentencia a la que nos referíamos siempre se ha empleado para ese grupo del género humano, y pocas veces hemos oído decir que todo hombre o toda mujer tiene un precio. Pero, en el caso que nos ocupa, el precio iba a ambos a la vez, como lote, sin determinar cuánto valía uno u otra.
Situémonos, en 1751, cuando aún era legal la esclavitud en España, pues sabemos que se abolió en 1837 excepto en las posesiones ultramarinas, y se materializó dicha abolición en el último tercio del siglo XIX. La calidad de los seres humanos que eran esclavizados, venía ya determinada por el obispo dominico fray Bartolomé de las Casas, en su “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, cuando decía: “Todas estas universas e infinitas gentes a todo género crió Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales e a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo”.
En estas frases, se justificaba de alguna manera la sumisión de unos a otros, o sea esclavitud de un ser humano en beneficio del esclavizador.
Aquí llegamos al 20 de marzo del aquel citado año de 1751, cuando ante el notario oriolano Bautista Alemán se personaba el alicantino Damián Guilavert, en nombre del cartagenero Francisco Hutrillo y de Antonio Lusena, patrón del jabeque San Antonio, atracado en el puerto de Cartagena, y que servía de correo con la Plaza de Orán, que en esos momentos todavía estaba bajo la Corona Española, después de haber sido recuperada a los argelinos diecinueve años antes. La representación que ostentaba el citado Guilavert era para materializar la venta de un niño y una niña moros como esclavos, a Jacinto Malla y a los suyos.
En la protocolización se dan a conocer las características de la “mercancía”, como si de ganado fueran. Así, el muchacho que tenía de doce a trece años, se llamaba Egda Ventalarbi, tenía la piel de color moreno claro, ojos pardos, pelo del mismo color, algo chato y orejas grandes, una pintura moruna pequeña en la mejilla derecha y dos rayas pequeñas al lado derecho de la nariz. La niña, de ocho años aproximadamente, llamada Gelima Bergasen, tenía su piel de color moreno, ojos negros, pelo y cejas pardas, una flor “a modo de moruna” en la frente y otras en la barba y en la mejilla derecha, y dos rayas en el lado derecho de la nariz y sus orejas agujereadas en la parte superior e inferior.
Las vicisitudes que debieron sufrir estas criaturas hasta llegar a Orihuela, debió de ser una verdadera odisea, ya que procedían de una venta anterior efectuada en Orán. El muchacho había sido comprado como esclavo por Antonio Lusena a Juan Bautista Nario, “guardamasén del repuesto” para dicha Plaza, por escritura ante el notario Blas de la Torre, fechada el día 4 de marzo del citado año de 1751. La niña, fue adquirida por Francisco Hutrilla a Noberto Far, brigadier de desterrados en Orán, a través una compraventa ante el mismo notario, un día después.
Y llegamos al precio que tuvo que pagar por ambos Jacinto Malla, que fue de 98 libras, en monedas de oro y plata, a lo que el notario añadía que, “el justo valor y precio de dichos moro y mora” era ese, y “que no valen más”, y que si fuera mayor su valor se le hacía graciosa donación al comprador, al cual se le cedía para que los tuviera como servidumbre y tomase “la posesión que de su esclavitud se requiere”.
Efectivamente vemos que en aquellos momentos cada ser humano tenía un precio, pero al margen de la injusticia que suponía la esclavitud, ¿era un precio justo? Poco se valoraba la vida humana de dos niños, si tenemos en cuenta que por esas mismas fechas, el precio de una casa humilde en el Arrabal de San Juan, en el callejón que era conocido como Almazara del Cabildo que unía la calle de Arriba con la del Castillo, era de 70 libras. De igual manera que años después, en la proclamación de Carlos III, el costo de la pólvora de la milicia urbana, tambores y pínfanos fue de 89 libras 4 sueldos. Casi lo mismo que valía dejar a dos personas sin libertad durante toda su vida.
A veces, cuando contemplo las pinturas de los óvalos del Hotel Palacio de Tudemir, y observo el color moreno y negro de la piel de los personajes, vestidos en algunos casos con ropa palaciega y acompañados de un mono, de pájaros o portando frutas; se atisba un tono de felicidad, que no debió de ser así, pues tras ellos se escondía la esclavitud.
Todo tiene un precio, pero no debería ser así el de los seres humanos.
Fuente: http://www.laverdad.es/