POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Aquí, algo aquejado por catarros y constipados, como casi todos, fruto de esos cambios bruscos del tiempo, una primavera loca y cambiante que te pilla desprevenido de ropa, calor al medio día y más que fresco por la noche, y claro, no siempre está uno pertrechado de la ropa adecuada. Y quizás también por el polen que en estas fechas ha eclosionado embriagando de los pólenes más diversos el aire que nos rodea… será así.
Y sin embargo de esas circunstancias, tenía yo ganas de salir al campo, al entorno de mi ciudad, y tenía dudas de qué ruta tomar. Me apetecía un gran paseo por los pinares, pero temía el polen amarillo de los pinos que nos rodean. También pensé en el corredor del Arevalillo, ese camino-paseo fluvial que está rompiendo de verdores y las plantaciones realizadas están cuajando y enriqueciendo el paisaje, pero con estas temperaturas, y el relente del río, me pareció más adecuado dejarlo para más adelante. Finalmente, echando una mirada a la lejanía desde los muros de nuestro castillo, me incliné por aquellas lomas blancuzcas de “Cantazorras” esas pequeñas elevaciones que, aquí que no hay ninguna, parece una verdadera montaña. Tiene el aliciente de que desde su parte más alta se puede divisar un gran paisaje de esta llanura arevalense, la ciudad al fondo sobre ese promontorio producido por las cárcavas de los ríos, esa especie de meseta con el caserío de la “Villa Vieja” como decían nuestras antiguas crónicas, y las torres mudéjares elevándose sobre el caserío. En primer plano la gran mole de la fortaleza, con su torre del homenaje majestuosa y potente. Una visión que nos traslada a otros tiempos históricos. Pero aún más en primer plano, esas tierras ondulantes entre el Adaja y “la junta” con el Arevalillo, y aún el encuentro con el Arroyo de la Mora, dejando a la derecha los pinares del Orán verdinegros, y la serpenteante cresta de los chopos de la ribera, con los puentes, el del ferrocarril, traza elegante y grandes ojos, de mediado el s. XIX, y el moderno y doble de la autovía A6, de moderna arquitectura en hormigón. A un lado y a otro, las tierras verdes de una primavera seca y desigual con una gran extensión de un amarillo exultante de uno de los modernos cultivos alternativos, la colza, que tapiza el horizonte casi desafiantemente. Tras la ciudad, esa enorme extensión de los arenales de entre ríos, los pinares de Arévalo, monte nº 25 y otros privados, una masa verde que con otras comarcas limítrofes componen “La Tierra de Pinares”, con su maltratado acuífero bajo las arenas, y más bosques, y “tierras de pan llevar”. Algunas veces me dicen que porqué no escribo más de la comarca… pues sí, es verdad, porque mi comarca es el blanco de mis amores por esta tierra, la de nuestros antepasados, nuestra tierra… La verdad es que para mirar con los ojos algo húmedos viendo estas llanuras, solo rotas por alguna cárcava de los ríos y arroyos, su inmensidad de horizontes perdidos algunos pequeños núcleos de población salpicados aquí y allá, con sus iglesias como arquitectura predominante sobre el caserío. Algunas manchas de pinares isla que salpican las tierras de pan llevar, estas tierras del trigo “Candeal” tan preciado en la historia del cereal, que está representado en el Museo del Cereal y de los Silos que está instalado en nuestro castillo. Esos horizontes interminables que nos proporcionan amaneceres y atardeceres impresionantes, una línea horizontal lejana y llana, es casi como la línea que separa el cielo y el mar… en este caso el mar de mieses que dentro de poco podremos apreciar con esas mieses ondulantes como olas de mar.
Ensimismado por esta visión comienzo a notar el frescor, casi frío del atardecer, y no me resisto a abandonar ese enigmático lugar, quiero esperar a ver uno de esos atardeceres bellísimos de nuestra tierra, con alguna nube sobre esas torres que se tornan anaranjadas con la luz de la tarde… como gana nuestro mudéjar con esa luz del final del día, y esa silueta almenada del castillo, piedras doradas al sol de la tarde.
Pues ya cayendo la noche, regreso a la realidad de mi ordenador, para contarlo.