POR JUAN CÁNOVAS MULERO, CRONISTA OFICIAL DE TOTANA (MURCIA)
Hace poco más de un siglo que Totana, al igual que otras muchas poblaciones, sufría las consecuencias de la llamada «Gripe española», también llamada «epidemia de los pobres», en tanto que afectó de modo significativo a los sectores más humildes de la sociedad.
En el otoño de 1918 la población totanera se encontraba inmersa en el júbilo por la concesión del título de ciudad que, a finales de julio de ese año, le había otorgado el rey Alfonso XIII, como prueba «del creciente desarrollo de su agricultura, industria y comercio y constante adhesión a la Monarquía». Un reconocimiento que se hacía firme a propuesta del general Ángel Aznar Butigieg, persona de arraigadas esencias totaneras y notable hombre de su tiempo. Una merced que fue aprovechada, por las autoridades locales y miembros de la élite cultural y religiosa, para ponderar los logros y posibilidades de la ciudad, pero que enmascaraba el atraso en el que estaba inmersa su economía y que tan negativamente afectaba a las clases trabajadoras, a pesar del impulso que habían experimentado algunos sectores, sobre todo, el de la exportación de la naranja, y, paralelamente, la mejora y extensión de sus regadíos a fin de atender las demandas de la producción de cítricos, como también la puesta en marcha de pequeñas iniciativas industriales. Sin embargo, se desaprovechaba la oportunidad para consolidar las demandas que hacían imprescindibles una principal mejora en sus infraestructuras tanto culturales como de comunicación y regadío, de cara a conseguir un abaratamiento de las aguas que en algunos meses pasaban a ser las más caras del país.
Todavía saboreando las mieles de la gracia que el monarca tenía con el municipio, en el mes de septiembre comenzaban a hacerse presentes los primeros síntomas de una enfermedad broncopulmonar, producida por un subtipo del virus de la gripe, la mal llamada «gripe española». Lo que en principio parecía ser un episodio propio del otoño, de los que con frecuencia les perturbaban en esa estación, pronto alcanzaba una intensa virulencia. De tal modo que durante el mes de septiembre fue la causa de muerte del 21% de los fallecidos. En el mes de octubre se acentuaba su rigor, con lo que de los 144 fallecidos en esa treintena, 97 lo fueron ocasionados expresamente por la gripe, llegando, sobre todo, en la segunda quincena, a perder la vida en algunos de los días, entre 7 y 9 personas. El mes de noviembre traía un cierto alivio en la incidencia, amainando a lo largo del trimestre para ocasionar un nuevo rebrote en la primavera de 1919. Este virus castigó intensamente a tramos de edad comprendidos entre los 16 y los 50 años y arremetió a la población con menores posibilidades económicas, cebándose en los barrios más humildes, en donde residían mayoritariamente jornaleros, sometidos a unas pésimas condiciones de vida, recogidas en un informe emitido por la jefatura policial de la localidad, en el que se señalaba que la existencia de aquellos no era vivir sino «padecer, porque la generalidad de los días los pasan con una mala comida, dándose el caso algún día de no poder desayunar». Al referirse al tipo de vivienda que ocupaban los jornaleros, el mencionado testimonio indicaba que la casa solía ser de alquiler, en cuyo pago frecuentemente iban muy atrasados. A esta situación, además se unía el elevado número de hijos de la unidad familiar.
Para conocer la crudeza e intensidad con que esta pandemia afectó a Totana contamos con un documento de excepcional valor que, publicado por el gran defensor de la agricultura Francisco Martínez Muñoz-Palao, nos sitúa en ese dramático contexto:
«Estamos en Totana. Con motivo de la enfermedad reinante hemos salido a hacer una información por los barrios extremos. En la calle de los Santos… hay unos viejos setentones; ella ciega, él paralítico. Tenían un hijo que murió; les queda un nieto de 27 años que es el sostén de la familia. El nieto está tuberculoso. Los médicos le han mandado que no trabaje y que coma bien. La caridad le ha sostenido un poco tiempo y ha mejorado algo. Después ha tenido que salir a trabajar con el azadón, que es lo único que sabe hacer. A los cuantos días ha vuelto a recaer con el mal más agarrado; tiene el pecho hendido, las mejillas coloreadas, los labios blancos, los ojos son ya las cavernas de la muerte; el viejo lo mira, la vieja lo palpa, él come unas sopas de pan en agua y vinagre. Si el vinagre matara el bacilo de koch este joven se curaría.
Otra casa, Ginés Mulero, calle Tejada, se compone de una entrada, con chimenea que nunca se enciende, y un cuartucho. En el cuartucho una cama de tablado. En la cama cuatro enfermos, la madre y tres hijos, dos a la cabecera y dos a los pies, tapados con una jarapa. La hija mayor, de diecisiete años, ha dejado la casa donde servía para venir a asistir a la familia. Tiene en brazos un niño de ocho meses que llora constantemente: es el hermanito menor. El padre salió temprano al trabajo del campo para ganar siete reales; con esto ha de atender a las necesidades de la familia, y a su propia alimentación de hombre que tiene que ser fuerte para que le admitan al trabajo…. la madre se ha levantado y está en una silluja dando el pecho a su hijo, un pingajo de pecho ennegrecido por la miseria.
-¡Pero, mujer! ¿Con la calentura se ha levantado?
– ¡Mire usted señorito!
Entramos en el cuartucho. En el sitio que ella ocupaba en la cama está el marido; viene del trabajo con la calentura de la gripe. Un enfermo que deja el sitio a otro, y éste es el que ganaba los siete reales, y ella es la que amamanta al niño pequeño…
Este es un barrio de Totana. En los demás barrios ocurre lo mismo. En Murcia y en Cartagena ocurre mucho más porque son poblaciones más grandes. En Madrid y en Barcelona muchísimo más porque son más grandes. En todos los pueblos de España, de Europa, del mundo». (Archivo Municipal de Murcia. Prensa Digital. El Liberal, 24-X-1918).
Aunque al inicio de la epidemia tomaron forma algunas iniciativas que, con un cierto sentido de solidaridad, tenían escasas posibilidades de transformar la realidad, sí que ayudaron a mitigar en parte la pandemia. Desde el Casino de la localidad se llevó a cabo una «suscripción para atender a los enfermos necesitados», iniciativa que también secundaron numerosos propietarios, autoridades y responsables políticos. (AMM. Prensa Digital. El Tiempo, 23-X-1918).
En esa amarga realidad quedan testimonios de abnegación junto a enfermos y moribundos, como la que realizó el presbítero Andrés Ramírez, que le costó perder la vida, o la de los frailes capuchinos. De igual modo, destaca la labor llevada a cabo por el articulista y publicista agrícola, Muñoz-Palao, atendiendo a infectados en los barrios más pobres.
Podemos imaginar lo que supondría este furor en una sociedad en la que la resonancia de los acontecimientos tenía especial concurrencia, en la que las relaciones personales estaban altamente arraigadas y en donde, además, el lúgubre sonido de las campanas en los «toques de entierro», sería una constante. Acentuado todo ello por las limitadas posibilidades alimenticias, la reducida, confusa y oscurantista información, pero, sobre todo, por los escasos medios sanitarios con los que afrontar estos brotes.
Esta negativa experiencia obligó a actualizar concretas medidas higiénicas que si bien se venían intentando implantar desde la centuria anterior, demasiadas veces quedaban en el olvido. De hecho, y de cara a mantener la consecución de espacios de seguridad sanitaria, el Concejo volvía a insistir en el compromiso de los vecinos de mantener en un adecuado nivel de limpieza «patios y corrales, sacando las basuras a cien pasos de la población», procurando «que no anden animales de cerda por el pueblo…». De igual modo, se recordaba, una vez más, la importancia de limpiar y asear «las calles diariamente, recogiendo las inmundicias que se hallen en ellas, y que se rocíen, sin ser permitido echar las impuras y adulteradas aguas en las calles». Sin embargo, las condiciones labores, los altibajos de su producción agrícola, sometidas a los vaivenes meteorológicos, no ayudaron grandemente a mejorar la alimentación de la población, con lo que unos años después, en concreto en 1922, se hubo de poner especial atención para frenar un posible contagio infeccioso que llegaba del puerto de Alicante.