Hace décadas que va camino paulatino del olvido una tradición que tanto abolengo lírico tuvo en la música popular asturiana.
Temas creados por la musa del pueblo para aquellas fiestas de un brillante pasado en torno a Navidad, Año Nuevo y Reyes.
Desde hace medio siglo los nacimientos o belenes y los villancicos han ido dejando paso a otras costumbres y hábitos de variada procedencia, aunque parece haberse detenido en los últimos años la constante pérdida de estas tradiciones e, incluso, repunta la usanza de montar belenes en plena convivencia con el árbol de Navidad.
Y desde que en la romana Plaza de San Pedro se ha dado cabida a ambos, parece que la armonía les han venido a dar carta de oficialidad.
Belenes, villancicos y aguinaldos conformaban una trilogía en el pasado como parte imprescindible de estas fechas.
Si la música es “el arte de pensar con sonidos”, el villancico es el medio más sencillo, jovial y emotivo con el que el pueblo adora al Niño recién nacido.
Los aguinalderos entonaban -asimismo- todo tipo de villancicos y canciones cuando llegaban a pedir ante una casa como –por ejemplo- este cuya letrilla reza:
Más que un villancico salido del pueblo humilde parece que tiene algo que le distingue, como la seriedad y la dulzura de los villancicos de Centroeuropa.
Puede afirmarse que los villancicos nacieron en el siglo XVI en pleno Renacimiento español y se extendieron por Portugal y América Latina.
Aunque originariamente fueron considerados cantos profanos, acabaron formando parte de la liturgia navideña.
Dícese que fue el Marqués de Santillana el primer poeta que los escribió para celebrar la Navidad con sus tres hijos.
Admirable ha sido siempre la poesía española dedicada a la Navidad y -como diría Gerardo Diego- “La Navidad es ya la poesía”.
Villanos eran los habitantes y vecinos de las villas y sus cantos -por lo tanto- fueron los que dieron el nombre a los villancicos. Curioso será saber que Felipe II los prohibió en la capilla real de palacio en 1596, pues crecían los recelos en los más conservadores medios eclesiásticos al ver cómo se entonaban cantos en la lengua del pueblo que estaban desplazando a los entonados en latín, la lengua oficial de la iglesia.
No tuvo efecto la prohibición y los maestros cantores de las catedrales se entregaban a la composición de los mismos para poder estrenar algunos novedosos en cada Navidad.
Acompañados de panderetas y zambombas se hicieron importantes a partir del siglo XIX y a ver quién no conoce algunos como: “Los peces en el río”, “Campana, sobre campana”, “Arre borriquito”, “Veinticinco de diciembre” o “El tamborilero”.
Tradicionales y populares que van pasando de generación en generación, manteniendo su permanencia corales, parroquias y familias o colegios de inspiración cristiana.
Cierto es que algunos los aborrecen porque son siempre los mismos -dicen- o porque se van asociando con la machacona música de fondo en grandes almacenes y superficies comerciales, a veces hasta un mes antes de la propia Navidad, y habrá quien los considera excesivamente seculares, laicos o mundanos porque afirmar -por ejemplo- que los ratones le han roído los calzones a San José en un momento en el que -se supone- la solemnidad debe de ser absoluta y centrada exclusivamente en el nacimiento del Hijo de Dios, es algo que les cuesta admitir.
De modo que desde el: “Dai de mamar que tien fame” y “Pon´i la albarda a la burra” de “En el portalín de Piedra”, de Víctor Manuel, hasta el entrañable “Noche de Paz” o el canto litúrgico oficial de la Navidad del “Adeste fideles” (Venid, fieles) hay un mundo de villancicos a gusto – o disgusto- del consumidor.
Bíblicos, teológicos, litúrgicos, de rondas, del cancionero, son multitud los villancicos escritos y conservados hasta hoy. En cada momento del año se canta aquello que se siente y en Navidad es lo propio. En los archivos de la Biblioteca Nacional de Madrid se conservan más de cinco mil textos de canciones navideñas, casi un centenar de origen asturiano, muchos de ellos sobre el fondo musical de tantos villancicos de pastores que van a Belén con panderetas, zambombas, guitarras, rabeles, violines, flautas y -sobre todo- gaitas, el instrumento pastoril por excelencia en nuestras montañas del norte.
De cualquier forma nadie se libra -en mayor o menor medida- de escuchar, entonar, aplaudir o aborrecer los villancicos que en estas fechas acuden puntuales con el solsticio de invierno y hasta que lleguen los tres Magos de Oriente, cuando en la recepción alguien diga o cante aquello de: