POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Las epidemias, en cualquier época de la vida, han constituido un verdadero azote, para el pueblo que las ha padecido. Si, además, en tiempos pasados- me remito a mediados del siglo XIX-,no existían antídotos para curarlas, o, al menos, paliarlas; lo que en un principio suponía” un azote”, se convertía en una deplorable “tragedia”.
Ocurrió en Ulea, en el verano del año 1856, cuando el cólera, una epidemia letal, sembró el pánico y asoló, con la muerte de muchas personas—unas 237—el pequeño, y laborioso, pueblo de Ulea.
La tragedia, de enormes proporciones y graves consecuencias, hizo que los escasos, y precarios, medios, fueran insuficientes. El alcalde, D. Joaquín Miñano Pay, ordenó habilitar dos eras, como cementerio provisional, en donde, un empleado del ayuntamiento, depositaba los cadáveres, envueltos en una sábana o. en una manta, antes de proceder a su cristiana sepultura. Los fallecidos eran evacuados, de sus casas, de manera inmediata, para evitar el peligro de un contagio mayor. Este operario, se protegía, con un pañuelo, que le tapaba la boca y las narices y, además, circulaba por el pueblo, con un carro, en el que aposentaba su” trágica mercancía”. La caballería llevaba, en el cabezal, unas campanillas que, al circular por el pueblo, indicaba que llevaba al” depósito”, a un ciudadano; víctima de la epidemia. Al oír la campanilla, sabían su mensaje—triste mensaje—de que uno de los suyos, había fallecido y, les estaba prohibido salir a la calle; según órdenes de los organismos sanitarios.
El trabajo, de transportista de fallecidos, era tan arriesgado, que muy pocos querían desempeñarlo, pues tenían pavor, a contraer la enfermedad y acabar como los que transportaban. Al ser contratados para tal menester, se sentían como señalados, pues, durante la epidemia fallecieron dos porteadores.
La epidemia no entendía de sexo ni clases sociales, si bien se cebaba en los más menesterosos, al tener peor alimentación y medidas de higiene insuficientes. Sin embargo, a las primeras de cambio, sucumbió el párroco D, Fulgencio Menargues, cura ecónomo, y predicador, de Ulea, que fue reemplazado por D. José Ruíz López, como cura coadjutor; con la inestimable ayuda de D Jesualdo María Miñano López, que vivía en Ulea, tras su regreso de Filipinas.
La situación laboral, y económica, era muy precaria y tanto los porteadores como el enterrador, solicitaron un aumento de sueldo, de 100 reales anuales, por el traslado y enterramiento de los cadáveres. Por si fuera poco el gasto, que tenía que sufragar el Ayuntamiento- se averió” el carro tartana” que hacía el traslado de los difuntos, que se depositaban en las eras, acondicionadas para tal menester- ubicadas en el “henchidor y la capellanía”. Al gasto de la reparación había que sumar al del pienso de las caballerías que, debido al trabajo extra, durante el brote epidémico, se tuvo que multiplicar por cuatro, por un tiempo de unos 20 meses; lo que duró, aproximadamente, el azote de la enfermedad, en Ulea. Estos gastos extra, que no podía sufragar el ayuntamiento, por carecer de fondos fueron abonados, de su economía particular, por D. Joaquín Miñano y D. Jesualdo Miñano; alcalde y cura de apoyo, respectivamente, de Ulea.