POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Al utilizar esta frase hay veces que nos acerca a los últimos momentos de la vida de una persona, hablando en este caso, de morir con la conciencia tranquila. De ello sabían mucho los que nos precedieron, los cuales viendo de cerca a la parca con su guadaña amenazadora, intentaban dejarlo todo atado y bien sujeto, tanto espiritual como materialmente. Para ello, dejaban constancia en su último testamento y codicilo que lo completase, e incluso adjuntado un inventario de sus bienes más o menos extenso en función de las propiedades materiales que disponía. Ante notario y con tres testigos plasmaba todo ello, por el temor de ver próximo su fin.
Veamos un ejemplo que se dio en nuestra ciudad el 4 de marzo de 1727. El personaje en cuestión era el presbítero Matías Navarro, maestro de Capilla de la Catedral oriolana. En dicha fecha testaba ante el notario Bautista Ramón, al encontrarse impedido gravemente hasta el punto de no poder firmar, haciéndolo en su nombre uno de los testigos que a la sazón era el doctor Salvador Lozano. El acto testamentario se llevó a cabo unos días antes de dejar este mundo, pues fue enterrado con sus ropas sacerdotales el día 8 de dicho mes en el vaso de la Cofradía de San Pedro y San Pablo catedralicia, a la cual pertenecía. A su sepelio asistieron pobres con antorchas y las tres parroquias que, por cierto, no cobraron por ello. Únicamente hubo que abonar por los deudos en concepto de clavería 3 sueldos y 4, por «registrata».
La fórmula testamentaria que se adoptaba, con alguna ligera matización, era siempre la misma, iniciándose con unas sinceras, a mí al menos me lo parece, adhesión a sus creencias y profesión de fe: «En el nombre de Dios todo poderoso y de la Virgen Santísima su Madre y Señora nuestra concebida en gracia desde el primero instante de su animación dichosa Amen». Después de agradecer al Altísimo el mal que padecía, «estando enfermo de muy grave enfermedad que la Majestad Divina se ha servido darme, si bien con mi libre ánimo y entendimiento natural, creyendo como creo católicamente en el altísimo misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas realmente distintas y un solo Dios verdadero, y todo lo demás que tiene, cree y confiesa, la Santa Madre Iglesia de Roma, en cuya fe y creencia profeso de vivir y morir, eligiendo como elijo por mi abogada e intercesora a la Reina de los Ángeles María Santísima».
El clérigo reafirmaba así su fe y esperanza en la salvación. Pero, todavía podían quedarle algunas cuentas pendientes en la tierra, que para limpiarlas y dejar libre su conciencia, las reconocía dentro de sus legados. Así dejaba heredero al obispo de Orihuela de uno de sus bonetes, por cualquier derecho que tuviera o pudiera tener sobre sus bienes. Bienes, por otro lado, escasos cuya liquidación en almoneda encomendaba a sus albaceas y herederos, que fueron sus hermanos: Luis, bajonista de la Catedral y Ana, doncella. Con lo recaudado, dejaba limosnas y dinero suficiente para que fueran aplicadas misas por la salvación de su alma. Dentro de las limosnas legó a la Casa Santa de Jerusalén y pobres del Hospital General de Valencia cinco reales a cada uno de ellos. Asimismo, no dejó en olvido a su criado Joaquín Casanova Alarcón, al cual legó veinte libras, «con cuya cuenta se tenga por contento y pagado de cualquier derecho que pretenda contra mis bienes por razón de soldada o en otra forma».
Años después, el 25 y 30 de agosto de 1753, José Claramunt Vives de Alulayes y Lillo, canónigo magistral del Indulto de la Catedral de Orihuela, otorgaba testamento y codicilo respectivamente, ante el notario Luis Liminiana y Hurtado. En esta ocasión la fórmula inicial variaba tras hacer la profesión de fe en el misterio de la Santísima Trinidad, encomendando su alma y vida a Dios, «que la crió y redimió con el inestimable precio de su sangre para que por los méritos de la Pasión de Cristo Señor nuestro se sirva de la perdonar y llevar consigo a la gloria para donde fue criada y el cuerpo mando se dé a la tierra de cuyo elemento fue formado».
El cuerpo del canónigo fue inhumado en la capilla de San Luis Beltrán de la iglesia del Convento de Santa Lucía de las dominicas. Falleció el 3 de septiembre de dicho año y su cuerpo fue inhumado vestido con ropas sacerdotales del «vestuario y terno viejo». Su saneada economía le permitió dejar 1.500 libras para misas y fundar una capellanía laica en Guardamar, de donde era oriundo. Su entierro costó 807 libras y en ese día se gastó otras cuatro libras en la comida de sus familiares. En la puerta de su casa se entregaron otras seis libras de limosnas para los pobres. Como podemos apreciar, se observa una gran diferencia en el poder económico entre un clérigo como Matías Navarro y el canónigo Claramunt. Pero al margen de la gran diferencia de las cantidades correspondientes a las mandas testamentarias, cuadros y librería que legaba a los capuchinos, sigue llamándonos la atención los posibles derechos que el obispo pudiera tener sobre sus bienes, al cual dejaba como herencia «un divino» de los de su uso.
No se si el fisco de aquella época haría cotizar por estos legados, pero, creo que no sería mucha cantidad lo que la hacienda de entonces se llevaría por un bonete y por un «divino» usado. Hoy, probablemente, se quedaría con ambos al no ser el obispo heredero directo.
Fuente: http://www.laverdad.es/