POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
En la iglesia parroquial de mi pueblo existían unas deterioradas campanas que, por el paso de los años y, por el uso, se agrietaron y, al contactar la fuerza del el badajo sobre el metal de las las mismas, no tañían bien.
El párroco José Ruíz López, en el año 1859, lo puso en conocimiento del consistorio municipal y el alcade Joaquín Miñano Pay, se hizo eco de tal súplica y nada más regresar de las misiones en tierras de Filipinas, el fraile dominico Jesualdo María Miñano López, tío del alcalde, al hacerse cargo de las cuentas de la parroquia de San Bartolomé, como Ecónomo o Fabriquero, tomó en consideración el grave deterioro de las mismas campanas y, por influencia del alcalde y a la vez sobrino Joaquín Miñano, del dinero que le quedaba ya se decía que era un buen economista, tomó la decisión de donar, a la iglesia dos campanas nuevas: la más grande, de 55 arrobas de peso, llamada «Santo Domingo de Guzmán» y, la más pequeña, de 14 arrobas, llamada «Nuestra Señora del Rosario».
Entre las dos se costaron 2300 reales y su puesta en funcionamiento tuvo lugar el día 24 de agosto del año 1865; coincidiendo con las fiestas patronales de San Bartolomé.
El tañido de dichas campanas era perfecto pero, el uso y el paso del tiempo, ocasionó un serio deterioro de las mismas; sobre todo, de la campana mayor o de «Santo Domingo de Guzmán».
Como consecuencia de ello, desde el año 1953 solamente se volteaba la campana pequeña, de «Nuestra de Señora del Rosario» hasta qué, estando de párroco Emilio Riquelme Sánchez, como Ecónomo o Fabriquero y sendo Alcalde José María Pérez Poveda, en el año 1970, se procedió a su reparación.
Sin embargo, como no se podían restaurar en el mismo campanario, la empresa a la que se le encargó dicha restauración, ordenó que se desmontaran y, para ello, llegó a la Plaza de la Iglesia, con una enorme grúa, portada sobre un camión. Una vez instalado junto al pretil de la iglesia, desplegó sus brazas hasta al altura del campanario y, tras desencajar las campanas de sus cujas y, dirigidas desde la plaza por medio de un motor, las hicieron descender por el aire como si fueran unas birlochas.
La mayoría de los vecinos apostados en la plaza ese año 1970, a resguardo de cualquier contingente desagradable, disfrutamos con el bello espectáculo que nos proporcionaban las maniobras para desencajar ambas campanas de su torreón y, sobre todo, verla descender, mediante una enorme grúa, hasta ser depositadas en la carrocería del camión.