TRIBUNA. EL DESCANSO DEL VIAJERO ETERNO
Nov 08 2020

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)

Javier Reverte, el escritor amigo de Ulises

Fue hace un mes en el bar Miami de este Real Sitio que estuve gastando unos vinos con Javier Reverte en un delicioso atardecer interminable. Allí sentados, dando cuenta de lo que Bernardo nos iba ofreciendo, con Domingo García Martín custodiándonos desde el fondo de la barra, compartimos experiencias en esto del escribir, pensar, experimentar y, por supuesto, vivir.

Como ya estarán pensando, teniendo tal compañero, la conversación tendió más hacia el monólogo que al debate. Fascinado por sus historias africanas, sus travesías remo en mano por el Yukón y la suspensión que del tiempo solía practicar mirando al Bósforo como aquel capitán pirata de Espronceda, me sentí inmerecido afortunado de poder visualizar aquella vida en etapas de un aventurero contemporáneo. Después de cruzar el norte sofocante, entramos el África Subsahariano para acabar en Etiopía, donde cayó en la cuenta del aventurero jesuita Pedro Páez. Nacido en el pueblecito madrileño de Olmeda de las Fuentes a finales del siglo XVI, sigue siendo el absolutamente desconocido descubridor de las fuentes del río Nilo. Quizás por ello se empeñó en dedicarle uno de sus relatos que descansa a mi vera mientras escribo estas líneas.

Y, tras salir del bar ya en lo más oscuro de la noche, quedé prendado de aquella pasión por viajar a lo ignoto y la voluntad de dejar constancia de ello en tinta eterna y libro viajero. Recordé entonces el que me regaló mi compadre, el Sr. Bellette, sobre el viaje por el mundo de un anónimo franciscano español allá por el siglo XIV, y, principalmente, el dossier fabricado por mi querido amigo y colega, Pepe García Lomas, de peregrinos ilustrados en este Paraíso donde hay sitio para todos, incluidos los viajeros eternos como Javier Reverte.

Llegué a casa con el entusiasmo desatado y devoré el cuadernillo de Pepe con la pasión de quien ansía viajar desde el sillón por lugares imaginados durante la infancia. Así me encontré con un corolario de franceses recorriendo las inexistentes calles del Real Sitio, sorprendidos la mayoría de ellos por la decisión del rey de construir un palacio en lo que aparentaba ser una granja.

En el caso de Luis de RouvrayDuque de San Simon, el paseo le supo a gloria tras desahogar las cuitas de una compleja embajada que apartaba a Felipe V de la cuestión sucesoria en la corte francesa. Enemigo del cardenal del Bois, Luis disfrutó aquellos momentos en este incipiente Paraíso habitando las restauradas habitaciones del palacio de Valsaín o lo que quedaba de ello, siempre auxiliado por Alonso Manrique de Lara y Silva, Duque del Arco y primer intendente gobernador de estos Reales Sitios hacia 1727. Aunque encontraba complejo e incómodo el agreste paraje elegido, acabó por enamorarse de las níveas rocas de Peñalara, de los pinos silvestres acogotados por el hielo en un eterno y glorioso invierno de Valsaín.

No puede decirse lo mismo de Esteban de Silhuette, quien quedó profundamente decepcionado por el emplazamiento del palacio real de San Ildefonso y la ruina en que se había convertido el otrora magnífico palacio de Valsaín. A finales de 1729 andaba la casona de Valsaín ocupada por escultores franceses trabajando a destajo para cubrir de estatuas el jardín del rey en San Ildefonso, lo que encantó a este viajero francés más preocupado por comprobar la improcedencia de todo lo hallado que en disfrutar del Paraíso.

Viendo San Ildefonso como una triste copia de Versalles, al menos los ignorantes españoles habían tenido el buen gusto de contar con operarios franceses para adecentar aquel desierto invernal plagado de rocas, escaso en agua y limitado por el murallón de la sierra. Ya se sabe que, para algunos franceses, todo acaba perdiendo cuando se compara con la patria, esa sí única e incomparable cuando se padece la enfermedad del chauvinismo. Supongo que algo así hubo de sentir el Duque de San Simon, incapaz de encontrar dónde acomodarse él y su séquito en Segovia, cerradas puertas y ventanas a cualquiera que mostrara la librea del rey. Que andaban más que escamados los segovianos de siglos de aposentamientos, fonsaderas y atropellos en nombre del privilegio real.

Sea como fuere, viendo aquellos dos primeros viajeros franceses en el Paraíso del XVIII comparando en la valoración del todo, el aquello y el acullá, volví la mirada hacia el libro de Javier Reverte. Éste, habiendo recorrido el mundo entero sin un prejuicio que pudiera chafar la felicidad de la sorpresa primera, había decidido parar en este Real Sitio su ansia por la zapatilla floja y la mochila ligera.

A pesar de las escasas escorrentías de Silhuette, de los fríos y aterradores caminos del Duque y de la triste comparanza con la Francia inexistente en la que todo parece haber empezado, Javier volvió aquí para terminar.

Y ha sido aquí donde el viajero eterno ha decidido parar su devenir, quién sabe si con la vista puesta en su África bendita, como hiciera Manuel Iradier, otro pertinaz explorador serrano, hace ya más de un siglo. Quizás entre pinos anaranjados de copas estilizadas y vallejuelos empedrados; pasando por arroyuelos enroscados en el roquedal y páramos ventosos repletos de cervunales pueda Javier permanecer en el sempiterno deleite de un Paraíso que siempre portó en su interior.

Fuente: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/el-descanso-del-viajero-eterno/?fbclid=IwAR1RcWNE5aBFnOPjtGpWc36Erbpc7d-3VN_9YVzx–5OkjAmL90w_aj0Ho4

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