POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Durante los siglos XIII y XIV, aparecieron grupos de eruditos, generalmente clérigos o afines, que efectuaban unos cantos y recitales dirigidos al pueblo iletrado y analfabeto, en los que se divulgaban poemas narrativos.
Unos de tipo trágico, otros guerreros, otros amorosos y, otras veces, cómicos. Estos trovadores o «Cantores de gesta», actuaban en las plazas de los pueblos y castillos; si los había. Recitaban unos versos irregulares y de rima asonante, con una retórica sencilla y, con frecuencia, escenificada. Durante sus recitales, efectuaban breves pausas, con el fin de suscitar la intriga y emoción de quienes les escuchaban.
Estos romances se pregonaban de viva voz hasta qué, en el siglo XVI, comenzaron a aparecer los romances escritos, que eran leídos e interpretados en las plazas públicas, por los juglares. Los romances siguieron transmitiéndose, de generación en generación, hasta mediados del siglo XX. Los juglares, ataviados con vestiduras de peregrinos, arribaban a los pueblos pequeños con el fin de entonar sus romances sobre hechos acaecidos de amoríos, desventuras y tragicomedias, en épocas recientes.
En Murcia, aunque la prensa escrita apareció en el año 1792, fue tres años después cuando se imprimieron los primeros romances, en la imprenta de Juan Vicente Tornel, siendo interpretados y vendidos en los pueblos, generalmente a cambio de dinero y alimentos.
Hubo un tiempo en que algunos autores consideraban al trovador callejero como precursor de los tanguistas ya que los primeros transmitían noticias de contratiempos, generalmente sentimentales y, los segundos «hacían del tango una escenificación del lamento».
En mi localidad, siendo yo un niño de corta edad, les contemplaba llegando al pueblo, por «el carrón de la aceña», con su atuendo original y barba sin rasurar, con un costal de tela a las espaldas y una manta de colores al hombro. Nada más adentrarse al pueblo, en la primera plazoleta de la calle O’Donnell, sacaban su panfleto y comenzaban a recitar, como verdaderos rapsodas, las noticias más peregrinas ocurridas en las últimas fechas.
Los niños y, también los mayores -más las mujeres que los hombres-, les seguíamos por el pueblo, viéndoles desplegar unas páginas impresas, en donde llevaban escritos sus romances qué, al terminar su actuación, vendían a los espectadores callejeros al precio de 10 y 20 céntimos; según fuera antiguo o de actualidad. También los canjeaban por alimentos.
Solían hacer siete u ocho paradas, generalmente en placetas o pequeñas explanadas, donde nos agolpábamos para escuchar con atención, a veces con asombro, las noticias tragicómicas de la actualidad, recitadas y escenificadas; a la vez qué, algunos, se acompañaban a los sones de una guitarra.
Estos romanceros, así se les llamaba, solían acudir en los días de mercado ya que, en dicho día, confluían más personas, al estar la población diseminada en cuevas y caseríos del extrarradio y, como consecuencia venían muchos vendedores y compradores de los campos.
También, los dueños de los colmados y tabernas, les daban unas propinas con tal de que actuaran en las puertas de sus establecimientos ya que, de esa forma, entraban a comprar la mercancía que tenían en venta.
Algunos romanceros que eran un poco picantes y se extralimitaban en sus alocuciones y ademanes, eran controlados por los clérigos del pueblo y puestos en conocimiento de las autoridades para que fueran advertidos de qué, si llegaban a corromper a la juventud, serían sancionados con severidad, hasta el punto de que si eran reincidentes, serían expulsados del pueblo.
Dos anécdotas dignas de contar que sucedieron aquí en el pueblo: Una , siendo maestro nacional de la localidad Víctor Martínez del Castillo, en 1945, los alumnos «hicimos novillos» y dejamos de asistir a clase al preferir acompañar al romancero en todo su itinerario por las calles y plazoletas del pueblo.
Como es lógico, puede imaginarse el lector cuales fueron las consecuencias. La segunda anécdota fue la siguiente: Tanto les gustaba los romances a las mujeres del pueblo, sobre todo cuando se trataba de amores y desamores que, a una joven casada, con un niño lactante, se le olvidó que tenía que amamantar a su bebé y con tanta rabia lloraba, que una vecina, que había parido por las mismas fechas, «tuvo que darle de mamar ella ante la actitud distraída de la madre».
Sobre este episodio, escribió un romance que recitó y escenificó en su siguiente actuación a los cuatro meses. Anécdotas históricas de mi pueblo. Vivir para narrarlo.