POR JOSÉ ANTONIO RAMOS, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)
Amigo viajero cuando veas las cigüeñas revolotear en el cielo, volando pesadamente, habrás llegado a Trujillo. Cuando escuches el son de las campanas de la iglesia de San Martín, lentas y melancólicas, estarás en Trujillo.
Bienvenido. Siéntate al caer la tarde en el atrio de la iglesia de San Martín, allí donde las campanas tocan a misa y escucharás el taconeo de los zapatos en el empedrado de la calle de las mujeres que se acercan a misa. Todo en Trujillo es hermoso, con una belleza lineal y brillante, serena, que no cansa jamás.
Desde el atrio disfrutarás de esa singular Plaza Mayor, rodeada de palacios y casonas, pregonando a los cuatro vientos la nobleza de su estirpe. Familias linajudas a las que perteneció el propio Francisco Pizarro que recibió dicho marquesado del emperador Carlos V por la conquista del Imperio Inca, que tanto influyó en los destinos de España. Frente por frente se encuentran balcones esquinados, donde se enlaza la historia monumental de Trujillo con la de España y América. Y, allí, como un vigía, la estatua en bronce de Pizarro.
Si dejamos atrás la plaza y comenzamos a subir por la empinada cuesta de la Sangre, llegaremos a la medieval Villa, que quedará separada en lo alto, a tu espalda, la ciudad del sur, llena de vida, de color. Frente a ti, un mundo medieval y quieto, donde pasan las horas una a una, donde las tardes son largas y melancólicas, donde el sol se pone más lentamente que en ninguna otra parte porque está enamorado de una piedra vieja y tiene que disfrutarla antes de marchar. En la Villa caeremos en el hechizo de las viejas piedras, adentrándonos en un mundo que sólo existe aquí, distinto del de ahora, más quieto, más lleno, más sereno.
La parte alta de la ciudad es un conjunto impresionante, en el que se enlazan lo románico, lo mudéjar y lo gótico, murallas, torres, ventanas con saeteras y arneses, siglos oscuros que nos permiten penetrar en iglesias, bajo cuyas bóvedas sostenidas por viriles nervios entramos en otro mundo más clerical y espiritual. Y, en lo alto del cerro, el castillo moruno, cuyos fuertes cimientos se asientan en grandes sillares romanos, piedras reutilizadas por los árabes en el siglo IX para construir una de las principales fortalezas extremeñas, firme y segura en sus raíces, impresionante mole reproducida mil veces en postales y acuarelas, en una armoniosa y pintoresca síntesis de lo medieval, ya casi como un elemento decorativo con sus torres albarranas y presidiendo la patrona de la ciudad, la Virgen de la Victoria, colocada en una hornacina sobre la puerta de herradura califal.
Desde las murallas disfrutamos de un sol llameante la ilumina en un ocaso de oro al mediodía. Si nos perdemos por las angostas callejas, llegamos a las mansiones de los buenos hidalgos de entonces siempre dormían teniendo sobre la cabeza su blasón esculpido en piedra, en la portada de su casa cuando vivían, sobre su tumba cuando morían. Era su orgullo, su gloria, su tarjeta de visita, la mejor herencia que dejaban a sus descendientes. Hijos de Trujillo que siempre han tenido temple de diamante: Francisco Pizarro, Francisco de Orellana, Diego García de Paredes, Francisco de las Casas y tantos otros. Aquí abrieron por primera vez sus ojos a la luz y de aquí salieron ilusionados hacia América, con el corazón angustiado y el cerebro lleno de aventuras y ambición, los verdaderos héroes de nuestra historia nacional.
Trujillo, la ciudad madre de aquellos veintidós Trujillo de América, es hoy una ciudad eminentemente turística, los descendientes de aquellos hombres que hicieron patria, viven y trabajan al igual que en todas partes para llevar a cabo la ruda conquista de cada día y cada hora por un futuro que se nos antoja satisfactorio. Atrás, en la Villa, queda ese fabuloso espectáculo de murallas, torres y casas solariegas, y en lo alto del Cabezo de Zorro, el castillo que nos despide en la lejanía de este viaje de leyenda y de historia, de vida y recuerdos, ayer y hoy….
Fuente: https://trujillo.hoy.es/