POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
Como excepción, hablo de mí. Y reproduzco el artículo que en estas mismas páginas publiqué hace ahora 50 años justos. Lo hago con motivo de que en el Festival de Cine Comprometido de este año 2023, un reportaje considera, entre otras, mi figura como uno de los ancianos personajes que siguen teniendo la mente abierta y el corazón latiente. Merece la pena ver ese documental titulado “Tercera Juventud: la edad de la calma” (de Montse de la Cal y Luis Moreno) que el FESCIGU proyectará mañana sábado 7 de octubre a las 7 de la tarde en el Teatro Auditorio Buero Vallejo.
Llevo escribiendo 60 años, casi a diario. Prácticamente todo sobre Guadalajara. Desde hace 50 ejerzo de Cronista Provincial, por nombramiento de Diputación. Y la tarea sigue siendo la misma. Esto decía en el “Nueva Alcarria” de 10 de Noviembre de 1973. Y esto se puede corroborar, prácticamente al pie de la letra, a día de hoy. Vamos lentos, esa es la verdad. Pero vamos, que no es poco.
Compromiso con el pasado
Hoy quisiera, amigo lector, parar un instante mi semanal rueda de la investigación y divulgación de nuestro pasado provincial, para tratar de un tema que, no por enojoso, deja de ser insoslayable. Es el de la conservación, hasta su más ínfima manifestación, del patrimonio histórico-artístico de Guadalajara. Del que durante años llevo ocupándome semana tras semana, y por cuya conservación íntegra prometo luchar hasta las últimas consecuencias. Aunque, como siempre ocurre en estos quijotescos lances, salga con más de una descalabradura, que, de todos modos, luciré con orgullo como fruto de una pelea por esta causa noble. Otras personas, antes que yo, han sabido ya de las amarguras de esta tarea incesante que conlleva el título de Cronista Oficial de la Provincia: del afán generoso de investigar cosas nuevas, de divulgar sin descanso lo ya conocido, y de señalar tropelías y atentados contra el pasado común de nuestra tierra. En este compromiso, el único que reconozco, son más las frases agrias recibidas, que el agradecimiento de los bien nacidos. No por eso voy a parar.
La provincia de Guadalajara, inmersa en una región por la que han pasado todas las civilizaciones que, a lo largo de los siglos, han formado día a día el ser de España, ha ido almacenando también sus huellas sublimes en forma de obras de arte. La mayoría de ellas, por las circunstancias socioreligiosas atravesadas en su evolución, han estado ligadas y relacionadas con el cristianismo. Aunque también, por supuesto, de otras tendencias político‑religiosas nos han quedado señales.
Después de catástrofes naturales, guerras y revoluciones, han llegado a nuestros días un cierto número de obras de arte que, pienso, no debemos ya perder por ningún motivo. Y en esa defensa contra la desaparición de nuestro patrimonio artístico estamos todos comprometidos. Porque todos somos sus poseedores. Aunque temporalmente haya personas o instituciones que exhiban y acrediten su dominio: la simbiosis obra de arte‑comunidad asegura su perfecto destino y correspondiente defensa.
No es esta la hora de señalar casos particulares. Podría ponerlos a centenares. En mi continuo viajar por la provincia en busca del conocimiento y estudio de las huellas de nuestro pasado, he dado en multitud de ocasiones con situaciones en verdad anómalas. Cruces parroquiales divididas en tres fragmentos y guardados cada uno en una casa del pueblo; altares y cuadros desaparecidos sin saber cuándo ni dónde; excavaciones arqueológicas hechas por espontáneos catadores de lo antiguo, sin orden ni metodología ninguna; archivos parroquiales, municipales, etc. estérilmente guardados en perdidas aldeas sin posibilidad de su estudio detenido y concienzudo; cajitas de plata y virgencitas de marfil incontroladamente custodiadas por personas particulares… y, por supuesto, monumentos declarados Histórico‑Artisticos, oficial y teóricamente protegidos por el Estado, que están a punto de desaparecer por ruina y abandono; monasterios y palacios, que no se sabe ni de quién son, diarias presas de los ladrones de obras de arte; murallas, pórticos, templos, conjuntos de calles y plazas, en los que hasta ahora se ha mantenido puro el espíritu medieval de nuestra tierra, destrozados y afeados por ese malentendido progreso que como una carcoma superficial ha invadido nuestros pueblos.
Esta es la situación actual de nuestro patrimonio histórico‑artístico. Ni que decir tiene que existen muchos y buenos ejemplos, de los que a su tiempo he dado cumplida noticia, de acciones oficiales, eclesiásticas, y aun particulares en defensa de esta herencia común: las restauraciones que la Dirección General de Bellas Artes ha llevado a cabo en nuestro suelo y monumentos desde que acabó la contienda civil, levantando castillos, reconstruyendo iglesias y catedrales, alentando un nuevo y perdido sabor a plazas, calles y palacios… la creación de un Museo Provincial en el remozado Palacio del Infantado; ese gran Museo de Arte Antiguo Diocesano que el continuo y callado laborar de nuestro señor Obispo, doctor Castán, gran defensor de nuestras obras de arte, ha conseguido en Sigüenza… esos otros Museos de Pastrana (Colegiata y Convento franciscano), esa llamada continua de Buenafuente para ser conocido en su integridad… hay, sí, muchos ejemplos que me impiden ser pesimista. Pero que no dificultan, apenas, para poder catalogar de desastrosa la situación actual de nuestro patrimonio.
¿Soluciones? Dificultades, arduas, agotadoras incluso. Porque necesitan, en primer lugar, vencer la secular indolencia y caciquismo de nuestro país en estas cuestiones. Hay gentes, por fortuna cada día más, preocupadas seriamente en lograr, la solución de este problema y acometer la defensa del arte provincial. Pero, ni trabajan unidas, ni con sólo palabras se remedian las cosas. Hace falta actuar.
La solución por la que Europa ha votado (muy especialmente Alemania) es la de creación de grandes Museos, creadores de entornos históricos, auténticas vasijas vitales de una época, incluso en forma de pequeños pueblos o recintos que recrean un siglo o momento socio‑cultural, en los que guardar, clasificar, proteger y dar a conocer al mayor número de personas todos los objetos histórico-artísticos que corren peligro de perderse. Es éste, en mi modo de ver, la mejor solución. También, qué lástima, la mas cara.
En Guadalajara cabe otra posibilidad. Es, por lo menos, la que cumple a nuestro tiempo, la que se requiere en este instante: la catalogación rápida, completa, exhaustiva, meticulosa, de todo nuestro patrimonio histórico‑artístico. Del que pertenezca a moros y cristianos, como se suele decir: no sólo de lo que hay en museos, catedrales, iglesias y ayuntamientos: también de lo que para en manos particulares. Porque al fin pertenece al acervo provincial, nacional, universal del arte. Existen disposiciones oficiales que dictan normas para la elaboración de estos Catálogos; nuestra Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» lo tiene como uno de sus propósitos primordiales; muchas personas y autoridades, a nivel provincial, desean fervientemente que se acometa. ¿A qué estamos esperando?
Habrá, todavía, gentes que se molesten con estas palabras. Y que lo harán constar públicamente. Habrá, también, quien esté de acuerdo con todo lo dicho hasta aquí. Y que se lo callará con prudencia. Yo lo digo porque me creo moralmente obligado a ello; porque deseo que se salve para siempre lo que nos ha sido legado por nuestros mayores; y porque no me importa que, como los galeotes a D. Quijote, me abran la cabeza por defender lo que es patrimonio común de la provincia de Guadalajara.
Quiero agradecer a Montse de la Cal y a Luis Moreno, que en ese documental sobre “La Tercera Juventud” hayan incluido algunas de mis reflexiones acerca de esto que escribí y que hoy reafirmo: que me encuentro feliz por ser un ciudadano que ha dedicado su vida a echar una mirada sobre el entorno que me rodea, analizándolo y valorándolo. Explicándolo, y promoviendo su estudio y protección. Hoy considero que la tarea no la he hecho en vano. Y agradezco a quienes se han portado como debían. Yo me voy muy tranquilo.