POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
A veces, cuando algo te sale mal ya sea de negocios o de salud, e incluso si te das un golpe y te rompes la crisma, coloquialmente la cabeza, o te descalabras; se suele elevar un juramento en arameo que, por lo visto, debe ser algo fuerte e insultante con malas palabras. Tal vez, achacado a aquellas conversiones falsas de judíos españoles cuando fueron expulsados en España por los Reyes Católicos, en 1492. Por ello, no es extraño que en ocasiones sinónimamente algunos puedan decir que has jurado en hebreo. No como la conversión del judío Judá Leví Flalo natural de Gibraltar que vino a España y que fue bautizado el 18 de febrero de 1884, en nuestra catedral por el cura Julio Blasco, comisionado para administrar este sacramento por el obispo Victoriano Guisasola y Rodríguez, que después sería arzobispo de Santiago de Compostela.
Sin embargo, los más conformistas en esas situaciones negativas se acuerdan de aquella canción con la que Imperio Argentina nos deleitaba en «Morena clara», película que dirigió Florián Rey hace ya ochenta y cuatro años, en 1936, o con Lola Flores, en 1954, dirigida por Luis Lucía. Decía esa canción lastimera aquello: «El día que nací yo/ que planeta reinaría…/ Por donde quiera que voy/ ¿qué mala suerte me guía?».
Por el contrario, no muchos se ven señalados maléficamente por algún planeta o por una mala estrella, ya que todo le suele salir bien, incluso a aquel niño que vio la primera luz en Orihuela, aunque su natalicio fue entre las 11 y las 12 de la noche, del día 26 de agosto de 1798, que comenzó con bien pie con su bautismo al día siguiente. De hecho, con él no se cumplió aquella sentencia de una canción popular, en la que se entona: «el día que nos casemos, celebraremos boda y bautizo», puesto que sus padres ya estaban casados y bien casados con anterioridad al natalicio.
Y al recibir el agua y ser signado con el crisma en el acto del primer sacramento de los cristianos, por el que se recibe la gracia y el carácter como tal, fue de postín o distinguido como mejor sinónimo. Al niño siempre le quedaría un buen recuerdo, igual que a aquellos que en otras religiones lo viven como un rito de purificación. O no tan favorable para esos otros que intervienen en una acción bélica por primera vez y lo reconocen como «bautismo de fuego», o aún peor si son heridos y nunca lo habían sido, lo reconocen como «bautismo de sangre». Pero, en nuestro caso nos detenemos como decíamos en el primero de dichos sacramentos, seguido por el de la confirmación.
Situémonos en aquel día, presumiblemente caluroso, del mes de agosto de 1798, en que ofició el bautismo del niño el obispo de Orihuela Francisco Antonio Cebrián y Valda, el cual había efectuado su entrada en la capital de la Diócesis el domingo, 19 de noviembre del año anterior. La ceremonia se llevó a cabo en la parroquia de las Santas Justa y Rufina, probablemente en atención a que el padre de la criatura era militar y dicha parroquia tenía carácter castrense.
El historiador oriolano Josef Montesinos Pérez Martínez de Orumbella, en su «Compendio Histórico Oriolano», nos facilita con todo lujo de detalles cómo se llevó a cabo la ceremonia, así como las personas distinguidas asistentes a la misma. De esta manera, se adornó las inmediaciones del baptisterio frontero a su ubicación actual, donde estaba la pila bautismal, tallada entre 1719-1723 por Juan Bautista Borja. Con el tiempo, durante el pontificado del obispo José Tormo y Juliá el baptisterio se trasladó al lugar actual, pasando a ocupar lo que era la capilla de San Vicente Ferrer, donde se daba culto al dominico valenciano por la Cofradía de su advocación, fundada el 29 de marzo de 1769.
El baptisterio fue adornado con cortinas de seda «pajizas y encarnadas», y se colocaron varios canapés de terciopelo carmesí para los invitados de distinción. En la reja de la capilla de la Comunión se instaló un dosel de idéntico tejido, con alfombras, silla y almohadón para el prelado.
A las diez y media de la mañana llegaba al templo el obispo y la comitiva que le acompañaba, bajo el repique de campanas. En la puerta oeste, conocida como de los pies o principal, que se encuentra frente a la calle Meca, le esperaba el clero parroquial junto con el tío y padrino del neófito Pedro de Alcántara Albornoz y Cebrián, deán y caballero de la Orden de Carlos III, el cual mantenía en sus brazos al niño que se iba a acristianar. Una vez recibidas las aguas del bautismo, imponiéndole por nombres Pedro de Alcántara, Manuel, Ceferino, Francisco, Antonio, Joaquín, Cayetano, José y Ramón; fue confirmado por el obispo que era tío también del niño, teniendo como padrino al marqués de Albudeyte Francisco de Valda y Carroz, según Montesinos, (en ese año el titular del marquesado era José Joaquín de Valda y Maldonado), capitán de la Compañía Española de Guardias de Corps y Grande de España, hijo de Cristóbal Francisco de Valda y Carroz, marqués de Valparaíso, Busianos y Villahermosa y vizconde de Santa Clara de Avedillo, caballero de la Orden de Santiago, capitán de la Compañía Americana de Guardias de Corps y gentilhombre de Cámara. Este último personaje noble, por esas fechas se encontraba «de recreo» en Orihuela viviendo en el Palacio Episcopal, invitado por su primo el prelado.
Una vez concluida la ceremonia, la comitiva partió hacia la casa de los padres, Manuel Albornoz, capitán retirado del Regimiento de Burgos y en esos momentos sargento mayor del Batallón de Voluntarios Honrados de Orihuela y Alicante, y de Francisca Paula Soto Cebrián y Fenollet. Allí, en el domicilio familiar el nuevo cristiano fue presentado a sus padres, repartiéndose monedas a los pobres y a los muchachos que allí se habían congregado.
Aquí parecía que habían concluido los festejos por el bautismo de ese niño tan pequeño que sobre sus espaldas cargó con nueve nombres del santoral. Sin embargo, por la tarde, entre las seis y las siete, el obispo y su primo el marqués se desplazaron hasta el Seminario, donde fueron recibidos con repique de campanas y visitaron su iglesia, la sacristía, el refectorio, la biblioteca y los aljibes. Al regreso, en el domicilio de los padres del niño, se les obsequió con un ágape a base de chocolate, bizcochos y helados.
Menos mal que aquí no se cumplió lo de celebrar boda y bautizo y sí lo de bautizo y confirmación.