UN DÍA DE “BORREGUITOS EN EL CIELO Y PAJARITOS EN MI LIMONERO”
Jul 17 2020

POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)

Con “borreguitos en el cielo y sin charquitos en el suelo” amaneció el 10 de septiembre de 2006. El refranero oficial no se cumplió, porque la naturaleza le negó el privilegio de la lluvia, a pesar de haber descendido los termómetros ocho grados esa mañana y haber dormido fresquito por la noche, después de un verano muy caluroso.

Subí a la azotea y contemplé las palomas volando, zigzagueantes, en bandadas que se unían y dispersaban sobre los tejados llenos de antenas de las casas vecinas; sobre la cruz de la espadaña y la cigüeña que hace de veleta en la torre de Santa Ana y sobre el Arcángel san Rafael y la veleta de la Mezquita Catedral, todo, bajo la bóveda de un cielo azul inflado de algodonosos jirones de niebla, que, como borreguitos blancos se atropellaban en lento desplazamiento.

Como era feria en el pueblo, se celebraban las fiestas de la Patrona, me desplacé allí por la mañana para honrarla con mi humilde presencia y, relajado como iba, fui contemplando la representación que me ofrecía el campo en el recorrido; un escenario de contrastes, a pesar de la inmovilidad de la carretera, la vía, la arboleda del camino y la sierra.

Cuando el coche había cruzado el puente sobre el ferrocarril, próximo a Alcolea, a la derecha reparé en unos operarios en obras trazando una nueva calzada, y a continuación atravesando el majestuoso e histórico puente sobre el río Guadalquivir, al que se le negó la gloria, por su batalla, de ser el puente de las corrientes romántica y realista, vi el embrujo de una larga y ancha lengua de agua cristalina que se desplazaba reflejando invertidos en el fondo de sus orillas las dos hileras de frondosos árboles que la cortejan poblados de pájaros cantores con trinos deliciosos y bello plumaje, y pasado este sutil espacio; gigantes máquinas que allanan terrenos hasta la villa de Los Ángeles.

En esta zona, la carretera está limitada al sur por la línea del ferrocarril y separa sus límites una alambrada que, deja ver la lista de terreno más próxima cubierta de pasto seco, y la otra, arada, sin vegetación. Al norte hay una extensa llanura de tierra parda en la se distinguen las parcelas por su variada siembra: unas tienen los surcos cubiertos de tallos secos de su cosecha de ajos; otras están en riego por aspersión, ofreciendo unas sugestivas transparentes sábanas de agua y alfombras de verde vegetación; y en otras se suceden aisladas alpacas de paja de los cereales cosechados, algunas de estas son redondas, como las ruedas de los carros.

La llanura se extendía pajiza y solitaria, y conforme avanzo, en medio del prado diviso un hombre con chambra y sombrero de paja que camina, vigilante, apoyándose en su cayado, acompañado de unos perros controlando la dirección de una manada de ovejas esquiladas que no cesan de caminar en busca de alimentos, guiadas por el carnero del cencerro. Caminan despacio, apiñadas, con la cabeza baja. ¡Qué irán pensando! Pues todas van como avergonzadas: apresadas, sin lana que cubra su brillante y cilíndrico cuerpo desnudo y, balanceándole sus colgadas ubres, prietas, bajo cálidos rayos solares.

En un pago próximo muchas vacas pacen las pajas secas y amarillas de cereales cercenados por una máquina segadora. Están dispersas, de pie en estado rumiante unas; otras con la cabeza baja huelen y soplan la verde y tierna hierba recién nacida, y el resto acostadas; y todas en conjunto con los diferentes colores de su piel y sus lunares: blanco, negro, marrón, anaranjado, acompañadas de los cientos de pájaros que revolotean a su alrededor: gorriones, avefrías, verderones, colibrís y los espulgabueyes picoteándole el cuerpo, motean y alegran el prado. Por el inmovilismo y relax que les aprecio dan la sensación de que no tienen prisa y que están disfrutando de su libertad, pues van libres de ubios, aparejos y carros.

En las lindes de las fincas y en las riberas de las cunetas, como todos los septiembres, llaman la atención el verde pálido de las ramas de los arbustos y de los tallos carnosos de los hinojos y comienzan a resaltar tímidamente los matorrales, el follaje rastrojero y los altaneros cardos secos de espinosas púas; su resplandor de un etéreo verde brillante cautiva y destaca como las primeras canas cuando empiezan a platear cabezas.

Los borreguitos del cielo no se separaron de mí, me acompañaron todo el viaje; unas veces los veía claros, corriendo en tropel por encima de la llanura y dejando grandes espacios para el cielo azul; otras veces, los cubrían extensas nubes, que oscurecían la tierra, entre las que, sin embargo, por sus puntos más débiles se le filtraban rayos de sol radiantes que iluminaban trozos del valle. Y en ocasiones, como soldaditos en posición de guerra se asomaban sobre las siluetas pardas de los montes alargando sus jirones blancos en la esfera celestial. En Villa del Río los encontré pasando sobre los tejados y entre las ramas del laurel y del limonero. Pero lo que es agua, no soltaron ni para ganar una apuesta.

A la caída de la tarde descansaba ya en casa recostado en una mecedora, delante del televisor. Me separaba del patio una puerta con cristales y una cortina. Miraba la pantalla, cuando comenzaron a llegar al limonero los primeros pájaros que allí pernoctan. Cerré los ojos y en mi subconsciente los contemplaba aleteando entre las ramas jóvenes, los oía gorgotear y cantar sin orden ni concierto, sus trinos eran eufóricos y en mi delirio los veía felices. Venían a descansar después de haber pasado el día ajetreados. Al cabo de un rato, más anochecido, los pájaros callaron de repente, como obedeciendo a una orden, y el patio enmudeció, volvió el silencio. Pensé si se habrían ido y fui a mirar el limonero por otra puerta más lejana, para despejar mi duda. La comprobación me alegró, permanecían allí.

Volví a mi acomodo delante de la pantalla y, coincidió el cante de un fandango de Huelva que confundió mi estado de ánimo, decía algo así: “Un pajarillo piaba / porque no podía volar / y en su piar me decía, / llévame con mi mamá, / que si no viene me muero. /

¡Cuánto amor, cuánta dulzura pueden encerrar unos versos! Y qué emotivos me resultaron en aquel momento. Habían erizado mi bello, y confieso, que en casa muchas veces nos encontramos enclaustrados; respetamos y queremos tanto a los pajarillos que nos visitan que, para no molestarlos y evitar que levanten el vuelo, como las puertas son antiguas y chirriantes, las abrimos con extremado sigilo; no encendemos las bombillas que dan luz al patio; evitamos todos los movimientos que les resulten extraños para que no nos abandonen y, en el suelo, les ponemos unos recipientes con agua para que beban y disfruten del lugar.

A cambio ellos, nos traen la paz, la armonía del campo, el sosiego al espíritu, gozamos cuando llegan ruidosos en bandadas al anochecer, y disfrutamos por las mañanas el alba con el despertar tan agradable que nos proporcionan sus gorgoteos y, cuando se marchan nos han dejado una lluvia de plumas arremolinadas junto al muro del pozo revoloteando por su ingravidez, y el aire, lleno de trinos y cantos entre los ondulantes tallos verdes del limonero que, nos parece sentir cuando atravesamos su sombra.

Antes de acostarme miré al firmamento desde el balcón: los borreguitos seguían retozando en el cielo alumbrados con destellos claros de la luna, y yo pensé en un amanecer feliz, las avecillas que me hacían compañía en casa durante la noche, me desvelarían al alba con sus trinos.

Me había transcurrido la jornada entre “borreguitos en el cielo y pajaritos en mi limonero”.

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