CÉSAR SALVO, CRONISTA OFICIAL DE VILLAR DEL ARZOBISPO, ESTÁ EMPEÑADO EN HACER EN VALENCIA UN HUMILDE CONGRESO QUE DÉ A CONOCER AQUELLA FIGURA A LOS VALENCIANOS DE HOY
En manos de un buen guionista, el diálogo de despedida que sostuvieron el fraile y su madre en el convento franciscano de la Corona, haría llorar a la mitad de los espectadores y enseñaría a la otra mitad lo que era entonces, en la España del siglo XVII, una vocación religiosa que llevaba a ser misionero en la Nueva España. Antonio Margil de Jesús, nacido en 1657 en Valencia, fue ordenado sacerdote a los 25 años y en 1683 lió el petate y se alistó para viajar en la flota que salía de Cádiz. A su madre, viuda y sola en el mundo, le dijo que estuviera tranquila, que la Providencia velaría por ella.
Cuando un fraile -un boticario, un herrero, una moza de servir o un agricultor- se embarcaban rumbo a Veracruz era como si en este siglo formaran parte de una expedición a Marte. Era muy seguro que no se les vería nunca de vuelta; viajar allá era emprender una aventura de muy alto riesgo con un contrato vital firmado para siempre. Pocas bromas, pues. Poca frivolidad con la historia de aquellos hombres y mujeres que viajaban bajo las reglas, riesgos, compromisos, moral y valentía de su tiempo; unos para plantar maíz, otros para hacer carros, otros, en fin, para vivir con los aborígenes y enseñarles a leer. En nueve de cada diez casos, sus historias y vivencias están muy lejos de la explotación y el sojuzgamiento con que hoy vemos las cosas.
Cuando llegaron, el fraile Margil se encontró con el puerto de Veracruz recién asaltado por el pirata holandés Laurence de Graaf, alias Lorencillo, y se puso a curar heridas con pus sin tiempo de preguntar nada. El resto de su vida fue eso mismo: echar una mano, auxiliar en la desgracia y enseñar la cruz vistiendo el hábito andrajoso de San Francisco. Los que no hace mucho lo han calculado, suman, en sus vivencias de misión, unos 30.000 kilómetros hechos a golpe de sandalia, desde Panamá hasta San Antonio de Texas, ciudad que ayudó a fundar casi un siglo antes de que Junípero Serra llegara a la famosa colina del cartel de Hollywood.
Mientras derriban estatuas de frailes aquí y allá, mientras Cervantes y Colón pagan los platos rotos de los abusos de algunos policías de gatillo flojo, fray Antonio Margil de Jesús, bautizado en Sant Joan del Mercat, tiene en Guadalupe una estatua de cuatro metros protegida por el buen gusto de los mejicanos. Y el escritor César Salvo, cronista oficial de Villar del Arzobispo, está empeñado en hacer en Valencia un humilde congreso que dé a conocer aquella figura a los valencianos de hoy. Lo que ocurre es que el coronavirus dichoso ha aplazado al año próximo un proyecto que ahora, cuando la estupidez avanza como pandemia, parece particularmente justo y necesario.
Fuente: https://www.lasprovincias.es/ – FRANCISCO PÉREZ PUCHE