POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Creo que escribir en caliente sobre algo que indigna no es bueno. Se pierden los matices. La indignación quema. Si a eso le añadimos un verano tórrido, como el pasado, lo que nos pide el cuerpo es gritar más que argumentar. Pero una cosa es la templanza, virtud teologal, y otra el nihilismo, pecado contemporáneo. Por eso cuento ahora, en frío, lo que hubiera gritado con el calor: una denuncia contra ciertos empresarios que se aprovechan de la necesidad ajena para hacer su agosto particular. Y que han encontrado en esta maldita crisis su mejor aliado.
Cuando arrancaba agosto en el interior de España, los que teníamos obligaciones mirábamos imágenes de veraneantes en la costa con envidia. Esos 40 grados mantenidos día y noche resultaban insufribles. Al fin llegó la hora de la brisa marina. Fresco, lo que se dice fresco, no abundaba en Levante. Más bien bochorno africano. Hasta llovía barro rojo. Un día cayeron cuatro gotas al coche y lo pusieron tan guarro que no quedaba otra que buscar un túnel de lavado cercano. Esperamos al anochecer, por si refrescaba. Sobre las 11 de la noche nos dejamos caer en una gran gasolinera de Campoamor, zona de bonito nombre y mejores playas. No paraban de entrar y salir coches a repostar, pero nadie atendía fuera a los clientes, que no solo pagaba la gasolina a millón, sino que ponían su mano de obra gratis. En la zona de lavado, automatizada, se fue la luz. Tampoco apareció ningún empleado. Hartos de esperar, entramos en la tienda de la gasolinera. La cola de clientes llegaba a la puerta. Al fondo, junto al horno de pan, un muchacho de aspecto frágil hacía lo que podía por manejar a la vez la máquina registradora, llenar y vaciar el horno, mirar a todos lados por si había cacos, y aguantar las reclamaciones de clientes. La criatura parecía un autómata, impotente ante tal caos. Era el único empleado de aquel fabuloso negocio. Porque el empresario se había ahorrado todo en mano de obra. Ganas me quedaron de saber el horario y el sueldo del pobre chico, que podía ser mi hijo, o el de cualquiera de ustedes. Saltaba a la vista que no se atrevería a protestar: siempre habría otro dispuesto a sustituirle. Tras larga espera, nos acercamos para decirle que renunciábamos a lavar el coche. Para entonces mi enfado se había trasformado en compasión. El muchacho sólo era una víctima del buitre que lo explotaba. Un pájaro de cuentas que a esas horas estaría tan ricamente en uno de los fabulosos chalet de la zona tomando con los amiguetes un vino gran reserva. Con lo que él se gasta en cualquier juerga le sobra para esclavizar a un ser humano todo el mes. Les juro que me dieron ganas de vomitar, y no por el calor.
Andaba una tristona la mañana siguiente, con la imagen de aquel dependiente en la cabeza, cuando la radio local daba la noticia de la muerte de un inmigrante en los campos de Murcia. Cayó al suelo delante de la cuadrilla de trabajadores que salían de una finca. Los médicos diagnosticaron que falleció por un golpe de calor, y algunos testigos dijeron que sus compañeros de tajo no se pararon a auxiliarlo. Se supo pronto que era un sin papeles, que trabajaba ilegalmente para un empresario. La huida de sus compañero sólo era explicable por el temor a represalias; o porque, seguramente todos eran ilegales. Hombres que vinieron a buscar la tierra prometida y que se toparon con seres miserables; empresarios tan ricos que no se enteran de los pobres que son. Porque no tienen ni alma. No sé el castigo que habrá caído a este monstruo que traficaba con los esclavos del siglo XXI. Tendrá dinero de sobra para pagar buenos abogados. Nuestra justicia es acomodaticia. Igual en Nochevieja ya toma las uvas en su chalé de la huerta murciana, plagado de criadas foráneas y adornos horteras. Pero si de mí dependiera, antes de enchironarlo, lo mandaba a recoger melones a pleno sol unos pocos días, que eso es peor que la cárcel. Pero no caerá esa breva. Los que no van a disfrutar ya ninguna navidad feliz son los familiares del muerto. Como escribió en el siglo XVIII Antonio de Bilbao, quien regentó en Antequera una casa de Expósitos, los que trafican con la vida de seres humanos deben tener compasión de sí mismos. Es cierto, dice mi papelera.
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