Un día de este invierno seco y luminoso que hemos tenido, decidí acercarme a Valdelagua, una localidad que hoy forma parte del municipio de Budia, pero que antaño fue pueblo, y aun villa, con jurisdicción propia, como lo delataba la existencia de un rollo o picota que hasta no hace mucho estuvo erigido en un costado del pueblo.
No es difícil llegar, porque hoy goza hasta de carretera asfaltada. Subiendo la cuesta de la CM 2013, desde Budia, y tomando a la derecha la salida de la GU-902 en dirección a Brihuega, cien metros después de dejar a la izquierda el Santuario de Nuestra Señora del Peral de la Dulzura se inicia la carretera que lleva, atravesando campos de trigos y un pinar, hasta la localidad de Valdelagua, que el día que la visité estaba vacía, con las casas hechas y cerradas, pero sin residentes viviendo en ella en ese momento.
La situación de este enclave, por demás pintoresca, está concretada en un vallejo suave, que corre hacia el Tajo desde la meseta alcarreña. Se llega por caminos fáciles, recientemente arreglados y hasta asfaltados, desde la altura de la ermita del Peral, atravesando la antigua dehesa, hoy casi huera de rebollos y con una presencia progresiva de repoblados pinos. El pueblo, en el que ha vuelto a verse habitado por gentes propietarias, si no de asiento, sí por temporadas y fines de semana, ha vuelto a resurgir, por el arreglo de algunas casas y de los edificios comunales.
El valle en el que asienta, y que se llama el Vallejo de las Huertas, se ahonda con fiereza al paso de la localidad, y se convierte casi en una hoz que separa al pueblo en dos barrios, solo comunicados por un puente en la parte alta.
Los cerros que le protegen son llamados de Valdedurón, las Peñas y el Cerrillo Cizo. Dicen que es sitio frío a pesar de su abrigo, porque el cierzo se cuela por ese profundo valle.
Vivo y dinámico en el siglo XVI, mandó Relaciones a la corte de Felipe II como se le pidió y fueron redactadas en 6 de diciembre de 1580 por Francisco Alonso y Cristan Camarero, junto a Jerónimo de Santoyo, que hacía de escribano de público en el lugar. Por esa relación sabemos que entonces tenía 36 vecinos, que multiplicados los hogares por el número de habitantes de cada uno, daban un total de 144 personas. Más o menos. Pertenecía entonces en señorío al marquesado de Cañete, y cobraba los impuestos el Duque del Infantado. En ella abundaban las carrascas, que haciéndolas leña se usaban mucho, y como fauna comestible usaban las liebres, conejos y perdices. Por haber poca agua, no podían aprovechar las huertas. Tampoco dehesas ni pastos, y en general el término constaba de “tierra fragosa de barrancos y cuestas”. Las casas eran hechas de tierra y piedra, como en Castilla toda, y el término era, en definitiva, “corto y de poco provecho”. No es de extrañar que con los años, los siglos de escaseces, y las llamadas de lejos, la gente se fuera, toda, a vivir en otros sitios.
A destacar, en su corto patrimonio, la iglesia parroquial, hoy en ruinas. Con los muros intactos, sí, la fachada entera y su puerta cerrada, pero sin cubierta. Es un elemento singular y hermoso, de estilo románico, aunque con reformas posteriores. De lo medieval muestra la silueta de su gran espadaña, orientada a poniente, de remate triangular, y con hueco para las campanas. Toda su fábrica es de piedra caliza, con un color rojizo que la confunde con el terreno. Está en lo alto y tuvo al sur un atrio, y al norte un cementerio, que ha ido progresivamente escurriendo por la cuesta, y hoy amenaza también con venirse rodando al profundo lecho del barranco.
En la parte baja está la ermita, perfectamente restaurada, y una fuente con lavadero. Hay un viejo molino de aceite, a la entrada, más un horno y un viejo edificio de concejo, muy alcarreño en consistencias de arcilla rojiza, maderas y argamasas que le sostienen. Delante del concejo, se levantaba la picota, símbolo evidente de su categoría de villa. Sobre unas gradas de piedra bien tallada, lucía el pináculo de piedra gris, de fuste cilíndrico, y posible remate en capitel del que saldrían, a los cuatro vientos, los elementos (perros, dragones, leones o monstruos) que denotaban la universalidad de la justicia aldeana. Estuvo en pie esta picota hasta hace no más de 30 años, en que una noche fue derribada por un grupo de jóvenes gamberros. Desbaratada quedó, abandonados sus restos. Hoy no he podido ya ni encontrarlos. Y, en fin, en Valdelagua hay muchas bodegas excavadas en el terreno pendiente. Además de un centro social, y una Sociedad de Vecinos y Amigos de Valdelagua, que promueve su mejora continua. Hay casas, nuevas, rehechas, cada vez más, y hay muy buena gente.
Desde remotos siglos, aquí vivieron los no más de treinta vecinos que lo poblaban de la agricultura de secano en el alto, en la alcarria (trigo, cebada). También había algunas viñas, los árboles, pinos y robles. Vivieron de los productos de los huertos, de la ganadería (algunas ovejas) y de las colmenas, pues es este un valle que, se le ve desde lejos, es muy colmenero, tiene miel de “mil flores”. Y de los olivos, del aceite, poco más… era una economía de subsistencia.
Y por hablar de fiestas, recordar que en Valdelagua la fiesta grande fue siempre la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre. El día de antes, la noche de antes, se encendían hogueras. También celebraban la Octava del Señor, la Octava del Corpus. Fiestas, a lo que se ve, entrañadas en el Cristianismo.
Hoy la fiesta es el domingo siguiente al que en Budia celebran a San Pedro. Se reúnen todos los habitantes, hijos del pueblo, oriundos, y hacen caldereta, juegos, música…. dan razón de ser.
Cerca está Picazo, otro despoblado total que ha vuelto a cobrar vida. Abandonado del todo en 1982, ahora han surgido casas aisladas y huertos en torno a dos calles paralelas. Pero de este hablaré otro día, porque lo merece también.