UN PROGRAMA DE TELEVISIÓN
Nov 12 2015

POR FRANCISCO PUCH, CRONISTA OFICIAL DE VALDESIMONTE (SEGOVIA)

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De siempre he dicho que no veo la televisión, a lo sumo la miro, pero mirar una cosa no siempre significa que la estés viendo. Cuando alguien me pregunta ¿que es lo que más te gusta de la televisión?, invariablemente le respondo: apagarla.

Son tan horrorosamente malos en general los programas que las distintas cadenas televisivas nos ofrecen a diario que me han hecho que considere odioso este instrumento que se supone que ha sido inventado para distraer a la gente y que lejos de ello lo único que hace es aburrirla.

Encuentro fatalmente malas las distintas series que con el dinero de todos se vienen produciendo, la falta de imaginación de los guionistas, la falta de interés de los temas que en general tratan y aquéllas que se consideran como las de más éxito, resultan anticuadas porque llevan ya demasiados años tratando temas que ya caen en el aburrimiento y el ostracismo.

Pero sin embargo esta noche he presenciado un programa que me ha producido un especial deleite, dentro de la sencillez del tema que abordaban los dos personajes protagonistas del mismo, por los que siempre he sentido una especial simpatía, por su forma de ser, por su manera de expresarse, por su naturalidad en la conversación, por su corrección en el lenguaje, por su manera de conducirse en la escena sin petulancia, sin engreimiento.

El programa emitido por TV1, más o menos a las diez de la noche, no era más que una entrevista que Bertín Osborne le hacía al genial actor Arturo Fernández.

No era ni más ni menos que una conversación entre dos amigos en la que uno de ellos, más joven (aunque no tanto), le hacía preguntas sobre su vida al otro, algo más mayor (aunque tampoco tanto, porque yo tengo su misma edad, meses arriba o abajo). Y en cuyas respuestas yo encontraba un cierto paralelismo con mi propio pensamiento, porque nuestros pensamientos cuando se tienen tantos años, son los mismos o parecidos en todas las personas de bien.

Cuando se nos pregunta sobre nuestros padres, cómo eran, cómo nos relacionábamos con ellos desde nuestra niñez, cómo los amábamos, si les expresábamos nuestro cariño desde nuestros pocos años. Cómo era nuestra vida de juventud, si teníamos pájaros en la cabeza que nos hacían pensar que nos íbamos a comer el mundo. Cómo fueron nuestros amores. Cómo son nuestros hijos, si hemos sabido hacer por ellos todo lo que podíamos hacer. Si los queremos tanto como nuestros padres nos quisieron o cómo ellos nos quieren a nosotros.

¿Acaso no son los temas más importantes en la vida de las gentes, de las familias que se aman?

Pues en esas cosas tan sencillas consistió la entrevista. Y vi a un Arturo Fernández con lágrimas en los ojos cuando a su mente venía el mundo de los recuerdos; lloro todos los días, dijo. No me extraña, pensé. También yo tengo mucho por qué llorar.

Y le vi pletórico, feliz y sonriente, haciendo explotar de risa a su antagonista, cuando recordaba hechos, circunstancias o escenas vividas en su mejor juventud.

Como Arturo, yo también me enrolé en un trabajo que no me gustaba, oficinista de banca, trabajo que siempre consideré provisional pero que ejercí durante 42 años, hasta que me liberé de él al cumplir los 60, para dedicarme a esto, a escribir, a hacer lo que me diera la gana.

Gracias Bertín, gracias Arturo por haberme hecho pasar una velada agradable frente al televisor. Con gentes así sobran todos esos programas procaces, de cotilleos, de insultos, de desprestigio entre unos y otros, de hablar a gritos todos a la vez, de saber quién se ha acostado con quién, que no hacen más que propagar la poca vergüenza que tienen muchos y muchas de los que intervienen en ellos.

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